Sexo Underground

Las imágenes de las portadas son creaciones generadas por inteligencia artificial. No hay rostros reales aquí, solo representaciones de recuerdos que sí lo fueron.
La conocí en Badoo, en una de esas rachas en las que, con 25 años y soltero, me dedicaba a descargar y probar todas las apps de citas que encontraba. No esperaba gran cosa de aquella plataforma, pero entonces apareció ella: Lara.
Su perfil era como un golpe de aire distinto. Típica chica kink, de esas que parecen haber salido de un festival alternativo: pelirroja, muy tatuada, con piercings y una estética underground que imponía tanto como atraía. No era el tipo de mujer que normalmente me prestara atención, y por eso me sorprendió aún más que me diera like y que, directamente, fuera ella la que me hablara.
Al primer intercambio ya me tenía intrigado. Sus ojos verdes en las fotos parecían atravesar la pantalla, y esa nariz pequeña y puntiaguda le daba un aire travieso que contrastaba con lo agresivo de su estilo. Delgada, con poco pecho, pero con un culo respingón que enmarcaba a la perfección su cuerpo tatuado. Una mujer cargada de sensualidad.
La conversación empezó normal, casi rutinaria:
—¿Qué tal?
—Bien, ¿y tú?
—Me gustan tus tatuajes, ¿cuántos tienes?
Nada fuera de lo habitual, pero había electricidad en cada respuesta. Preguntas inocentes como “¿y dónde los tienes?” empezaban a sonar como un juego de insinuaciones. Poco a poco, la charla se fue destapando.
Yo, curioso, le pregunté:
—¿Y qué buscas aquí? Porque no me pega mucho ser de tu estilo.
Su respuesta me dejó sin palabras:
—Busco un follamigo. Y te di like porque me pareciste guapo. Esos ojos claros… ya me imagino mirándolos mientras te la chupo.
Me quedé mirándola, con una sonrisa torcida, excitado por la crudeza directa con la que lo soltó. No era el típico calentón de chat vacío; había morbo real, sin filtros.
—Pues justo esas miradas son las que más me ponen —le contesté.
A partir de ahí, se abrió la puerta. Hablamos de gustos, de lo guarros que podíamos ser los dos. Sexo oral, olores, sabores, gemidos, las cosas que nos enloquecían en la cama. Era como si estuviéramos poniéndonos a prueba sin querer, reconociendo en el otro ese mismo apetito que rara vez encuentras de frente.
Yo, envalentonado, le solté:
—Pues habrá que comprobarlo. ¿Y si quedamos?
Ella no dudó:
—Claro. Este finde tengo la casa sola. Mis compis de piso no estarán.
Lo dijo con una naturalidad que me dejó aún más excitado. No había dramas, no había vueltas. Puro deseo.
Cuando le propuse quedar, no dudó ni un segundo.
—Este fin de semana tengo la casa sola. ¿Te vienes?
El mensaje apareció en mi pantalla como una invitación imposible de rechazar.
No insistí demasiado. No quise parecer ansioso. Sabía que si era real, ella misma volvería a escribir para confirmarlo. Y lo hizo. El sábado por la mañana me llegó un “¿Vas a venir o no? Trae condones, yo no tengo”.
Sentí un cosquilleo recorrerme entero. Fui a la farmacia más cercana, guardé un par de cajas en la mochila y conduje hasta su piso. Lo que pasó después no tenía nada que ver con las charlas previas: era mucho más intenso, más crudo, más excitante.
El sábado amaneció con esa mezcla rara de nervios y expectación. No era la típica cita formal: no había cena planeada, ni excusas de “vamos a conocernos mejor”. Sabía a lo que iba, y ella también. Aun así, me descubrí revisando tres veces en el espejo antes de salir de casa, preguntándome por qué me importaba tanto causar buena impresión a alguien que ya me había confesado que quería follar conmigo.
Antes de arrancar el coche, pasé por una farmacia y compré un paquete de condones. Era casi un ritual, como si ese gesto confirmara lo que estaba a punto de ocurrir.
Cuando llegué a su calle, me escribió:
—Sube, la puerta está abierta.
Respiré hondo y subí las escaleras. El corazón me latía con fuerza, no de miedo, sino de hambre.
Me recibió sin rodeos. Lara era aún más impactante en persona que en las fotos: la melena pelirroja cayéndole por los hombros, la piel marcada por tatuajes que parecían contar historias, y unos ojos verdes tan intensos que por un instante me sentí analizado, desnudado. Vestía unos vaqueros rotos y una camiseta negra ajustada que dejaba entrever el contorno de su cuerpo delgado y sensual.
—¿Quieres una cerveza? —me preguntó, con una media sonrisa.
Asentí. Nos sentamos en el sofá, cada uno con una lata en la mano. Apenas dimos un par de tragos cuando ella se inclinó hacia mí y me besó. Sin aviso, sin tanteos. Una lengua ardiente se deslizó en mi boca como si quisiera dejar claro desde el primer segundo que no estábamos allí para perder el tiempo.
Respondí con la misma energía, mi mano subiendo a su cuello, tirando de ella hacia mí con más fuerza. Un gemido escapó de su garganta, breve pero cargado de promesa. El beso se volvió rudo, húmedo, descontrolado.
La cerveza quedó olvidada sobre la mesa. Ella se apartó apenas un segundo, con una sonrisa de satisfacción y las mejillas sonrojadas.
—Ven —dijo, cogiéndome de la mano.
Me levanté tras ella y me guió hacia su habitación.
El cuarto era lo que esperaba de una universitaria: pósters en la pared, libros apilados en una esquina, un leve desorden que hablaba de vida. Pero lo que más me llamó la atención fue el espejo de cuerpo entero justo frente a la cama. Ella lo señaló con un gesto cómplice.
—Me encantan los espejos frente a la cama. Sobre todo si vamos a follar.
Solté una carcajada baja, incrédulo de lo directo de sus palabras.
—A mí también —le respondí.
Nos besamos de nuevo, esta vez de pie junto a la cama, mientras nuestras manos empezaban a deshacer la ropa.
Mientras nuestras bocas se devoraban, mis manos se deslizaron bajo su camiseta negra, subiendo por la piel tibia de su cintura. Ella se separó un instante, agarró el dobladillo y se la quitó de un tirón, dejándola caer al suelo. Debajo, no había sujetador. Sus pequeños pechos tatuados quedaron al descubierto, los pezones duros ya pidiendo atención.
Sonreí y me incliné para atraparlos con mi boca, besándolos, mordiéndolos suave. Lara gimió bajito, como si le gustara comprobar lo mucho que me excitaba su cuerpo. Con manos rápidas, ella me quitó la camiseta y empezó a bajar la cremallera de sus vaqueros.
Se los quitó contoneando las caderas, dejando a la vista un simple tanga de hilo negro. Era casi un adorno más que una prenda. La tela desapareció bajo mis dedos en cuestión de segundos, y ahí estaba su coño, oscuro, con el vello natural que tanto me gusta: suave, no descuidado, el tipo de pelo que habla de una mujer sin complejos.
Me arrodillé frente a ella sin pensarlo, agarrando sus caderas y tirando de su cuerpo hacia mi boca. Lara abrió las piernas sobre el borde de la cama, dejándose ofrecer como si hubiera estado esperando ese momento toda la semana.
Mi lengua descendió entre sus pliegues húmedos, lamiendo lento al principio, saboreando el gusto fuerte y excitante de su sexo. Olía a coño de verdad, a calor, a piel y deseo acumulado. Ese olor que no engaña, que no se disfraza.
—Mmm… joder… —gimió, echando la cabeza hacia atrás y agarrando un mechón de mi pelo para acercarme más.
La devoré con ansia, chupando su clítoris, hundiéndome en su entrada, subiendo de nuevo, jugando con la punta de mi lengua en círculos que la hicieron temblar. Lara se retorcía, moviendo la pelvis contra mi boca, con la respiración cada vez más rota.
—Así… sigue… —me suplicaba entre jadeos.
Sus uñas se clavaron en mi cuero cabelludo, apretándome contra ella mientras su coño se empapaba aún más.
No pasó demasiado tiempo antes de que me tirara con fuerza del pelo, obligándome a apartar la cara de su coño mojado. Tenía los labios entreabiertos, las mejillas encendidas y esa mirada verde, fija, que era puro desafío.
—Ahora te toca a ti —susurró con voz ronca.
Me empujó hacia atrás y, sin soltarme, se dejó caer de rodillas frente a mí. El espejo, colocado estratégicamente frente a la cama, nos regalaba una vista obscena: yo semidesnudo, empalmado, y ella arrodillada, mirándome como si estuviera a punto de devorarme.
Con dedos ágiles bajó la cremallera de mi pantalón y me liberó la polla, dura y palpitante, apuntando directamente hacia su boca. Su sonrisa era la de una mujer que disfruta teniendo el control del momento.
—Quiero ver cómo se te cambia la cara —dijo, acariciándome la base mientras me miraba al espejo.
Y sin más, se inclinó y me la tragó entera, hasta el fondo de la garganta. Un gemido me escapó del pecho al sentir su boca estrecha y húmeda envolviéndome. Se movía con decisión, sin miedo, alternando succiones profundas con lamidas lentas por toda la longitud.
El espejo lo multiplicaba todo: mi polla entrando y saliendo de sus labios pintados de rojo, la baba resbalando por su barbilla, sus ojos verdes alzándose de vez en cuando para mirarme mientras se la comía como si fuera lo único que existía.
—Joder, Lara… —murmuré entre dientes, llevándome una mano a su pelo para guiarla suavemente en cada embestida.
Ella gruñó con la polla enterrada en su garganta, un sonido gutural que me hizo estremecer. Se separó un segundo, respirando agitada, y me dedicó una sonrisa manchada de saliva.
—Me encanta mirarme mientras te la chupo —dijo, lanzando una mirada fugaz al espejo, antes de volver a engullirme con más ansia aún.
Me recosté ligeramente contra la pared, dejando que disfrutara de su papel. Lara no tenía prisa. Movía la lengua en círculos lentos por el glande, se detenía en la ranura con una precisión enfermiza y después volvía a tragar hasta que la base de mi polla desaparecía en su boca.
El espejo lo hacía todo aún más salvaje. Veía cómo sus labios se abrían más de lo que habría imaginado, cómo la baba se mezclaba con mi piel y resbalaba hasta mojar su mano, que se encargaba de estimular lo que su boca no alcanzaba.
—Mírate… —susurré, apretando los dientes mientras hundía los dedos en su pelo—. Estás preciosa así.
Ella gimió con la boca llena, las vibraciones de su garganta recorrieron toda mi polla y me obligaron a gemir también. Sacó la lengua y me la pasó desde la base hasta la punta con un gesto descarado, dejando un hilo de saliva colgando. Luego volvió a tragarme, más rápido, más profundo, hasta que el eco húmedo de las succiones llenaba la habitación.
Me tuvo al borde un par de veces. Lo sabía. Cada vez que sentía que me iba, bajaba el ritmo, me miraba al espejo y se relamía con una sonrisa sucia, como si disfrutara de tenerme al límite sin dejarme caer.
—No sabes lo mucho que me pone verte así —jadeé, tensando el abdomen cuando me succionó con fuerza.
Ella se apartó apenas un instante, dejando mi polla húmeda y brillante entre sus labios, y me susurró:
—Tranquilo… esto solo es el calentamiento.
Antes de volver a tragarme hasta la garganta, con un gemido ronco que me arrancó un gruñido ahogado.
Lara siguió unos minutos más, jugando con mis límites, alternando succiones profundas con lametones lentos que me dejaban jadeando. Yo no apartaba la vista del espejo: su pelo rojo cayendo a los lados de su cara, los tatuajes recorriendo su piel desnuda, esa mirada verde clavada en mí mientras su boca me devoraba.
Cuando al fin se apartó, dejó escapar un hilo de saliva que se deslizó por su barbilla hasta su pecho. Me sonrió con descaro, limpiándose con el dorso de la mano como si nada.
—Ahora sí —susurró, con una chispa en los ojos.
Trepa a la cama con decisión y se coloca a cuatro patas, arqueando la espalda con una naturalidad insultante. El espejo frente a nosotros devolvía la escena: su melena roja cayendo en cascada, la piel tatuada iluminada por la luz del día, el vaivén sutil de sus caderas mientras esperaba. Su coño húmedo brillaba entre sus muslos, perfectamente expuesto, y su culo respingón me provocaba como una invitación descarada.
Me temblaron las manos al acercarme, viendo cómo ella, sin necesidad de palabras, me ofrecía todo su cuerpo. El juego había terminado: era el momento de follar de verdad.
Me puse de pie junto a la cama y abrí el envoltorio del condón con un chasquido seco. El sonido bastó para que ella girara apenas la cabeza, mirándome por encima del hombro, los labios entreabiertos en una sonrisa que era puro desafío.
—Quiero verte —dijo, moviendo ligeramente las caderas, haciéndolas oscilar como un péndulo hipnótico.
Me deslicé el preservativo con calma, disfrutando de la manera en que sus ojos verdes me devoraban en el espejo. Luego me incliné hacia ella, colocando una mano firme sobre la curva de su espalda para obligarla a arquearla aún más. Su trasero quedó perfecto, redondo, ofrecido, y yo no pude resistir la tentación.
Abrí sus nalgas con las manos y bajé la cabeza. El calor que desprendía me golpeó en la cara, junto con ese olor crudo y excitante que solo puede tener un coño empapado y un culo al natural. Hundí la lengua sin preámbulos, recorriendo su raja desde el clítoris hasta el ano, saboreando cada pliegue, cada gota de humedad.
—Joder… —gimió ella, apretando los puños contra las sábanas—. Qué bien lo haces…
Volví a lamerla despacio, insistiendo en su clítoris y luego bajando de nuevo, rodeando el nudo tenso de su culo. Su cuerpo temblaba y sus gemidos se volvían más intensos con cada pasada.
El espejo reflejaba mi cara enterrada entre sus nalgas y la suya retorciéndose de placer. La visión me puso más duro de lo que ya estaba. Me incorporé, colocando la punta de mi polla en la entrada de su coño. Ella me miró en el espejo, mordiendo su labio inferior, y asintió con un leve movimiento de cabeza.
Era el momento.
La sujeté de las caderas, clavando los dedos en su piel mientras empujaba lentamente hacia delante. La cabeza de mi polla rozó sus labios hinchados, calientes, completamente empapados. Un jadeo se escapó de su garganta cuando empecé a abrirla, poco a poco, hundiéndome en ese calor estrecho que parecía querer tragarse hasta el último centímetro.
—Mírame al espejo —le susurré, con la voz rota por la excitación.
Levantó la cabeza obediente, sus ojos verdes brillaban en el reflejo. La visión de su expresión, con la boca entreabierta y el pelo enredado cayendo sobre sus mejillas, me hizo perder el control. La embestí más hondo, entrando de golpe hasta el fondo.
—¡Joder! —gritó, arqueando aún más la espalda.
Empecé a marcar un ritmo firme, el sonido húmedo de nuestras pieles chocando llenaba la habitación, mezclado con sus gemidos cada vez más descontrolados. Su cuerpo se estremecía con cada embestida, los tatuajes que adornaban su piel parecían cobrar vida bajo la luz que se colaba por las cortinas.
Yo no dejaba de mirarnos en el espejo: su cuerpo abierto para mí, mi polla deslizándose dentro de ella una y otra vez, el reflejo de un polvo tan crudo como excitante.
—Así… no pares —suplicaba entre jadeos, hundiendo la cara en la sábana mientras yo la sujetaba aún más fuerte de la cintura, empujando como si quisiera fundirme en ella.
El ritmo fue subiendo sin que ninguno de los dos lo buscara conscientemente. Yo embestía con más fuerza, con más hambre, y ella respondía empujando las caderas hacia atrás, ofreciéndome su culo perfecto, haciéndome hundirme todavía más en su interior. El golpe de mi bajo vientre contra sus nalgas retumbaba en la habitación como un aplauso obsceno.
Su coño estaba tan mojado que cada embestida producía un chasquido húmedo que me volvía loco. El olor a sexo llenaba el aire, esa mezcla de sudor y flujo que impregnaba las cortinas, la cama, nuestras pieles. Le recorrí la espalda con una mano, desde la base de la nuca hasta el arco perfecto de sus caderas, apretándola contra mí con cada sacudida.
—Eres mía —le gruñí entre dientes, viendo cómo sus pechos se balanceaban con violencia en el reflejo.
Ella alzó la cabeza, mirándose al espejo y luego mirándome a mí a través de él, los ojos verdes entrecerrados, cargados de lujuria. Se mordió el labio inferior y dejó escapar un gemido prolongado, casi un grito, mientras apretaba sus paredes internas contra mí.
Noté su cuerpo temblar, su respiración romperse en pequeños espasmos. Se estaba corriendo, convulsionando contra mi polla, y la sensación de que me ordeñaba por dentro me puso al borde del abismo. Aguanté, aferrándome a sus caderas, resistiendo la tentación de vaciarme demasiado pronto.
Cuando las réplicas de su orgasmo empezaron a calmarse, se dejó caer un instante sobre los antebrazos, sudorosa, el pelo cayéndole en la cara. Giró apenas la cabeza hacia mí, con una sonrisa lasciva y agotada.
—Ahora quiero cabalgarte… —susurró, con la voz ronca.
Se deslizó hacia delante, liberándose de mí con un gemido ahogado, y giró sobre la cama para subirse sobre mí, los tatuajes brillando sobre su piel húmeda como un lienzo vivo.
Lara se acomodó sobre mí con una seguridad desbordante. Sus muslos delgados se apoyaron a ambos lados de mis caderas y, sin quitarme los ojos de encima, guió mi polla hacia su coño empapado. Se dejó caer despacio, haciéndome recorrerla entera hasta que la sentí tragándoselo todo, hundida hasta el fondo.
Un gemido rasgado le escapó de la garganta, arqueó la espalda y apoyó las manos en mi pecho para impulsarse. El espejo frente a nosotros devolvía cada detalle: su cuerpo tatuado brillando de sudor, su culo respingón rebotando con cada embestida… y, lo más hipnótico, el reflejo crudo de mi polla gruesa deslizándose dentro de su coño estrecho, mojado y abierto para mí. La imagen era tan explícita, tan obscena, que me hizo gruñir de puro morbo.
Comenzó con un ritmo lento, probándome, como si quisiera grabar cada centímetro en su interior. Pero pronto la contención se convirtió en hambre: las embestidas se hicieron rápidas, su culo se estrellaba contra mis muslos y sus pechos pequeños se agitaban con violencia.
La agarré de la cintura, guiándola con fuerza, levantando mis caderas para hundirme aún más. Ella echó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos y dejando escapar un grito ronco, casi animal.
—Joder, mírame, no pares —ordenó entre jadeos, clavando sus uñas en mi pecho.
Obedecí, apretando los dientes para resistir la oleada de placer que me recorría. Sentía cómo me exprimía por dentro, húmeda, ardiente, su cuerpo buscando el mío con desesperación.
La atraje hacia mí y la besé con fiereza, atrapando su labio inferior entre los míos mientras seguía cabalgándome como si quisiera arrancarme el alma por la polla.
De repente, la rodeé con los brazos y la atraje contra mi pecho. Mis manos se clavaron en la curva de su espalda y de sus nalgas, inmovilizándola apenas un segundo antes de que yo mismo empezara a embestir hacia arriba con una fuerza brutal. Mis caderas golpeaban contra las suyas en una serie de sacudidas rápidas, cortas y profundas que le arrancaron un grito desgarrado.
—¡Dios, así… así! —chilló, con la cabeza echada hacia atrás, el cabello pelirrojo agitándose mientras su cuerpo temblaba encima de mí.
La sensación era insoportable de lo buena que era: su coño apretado devorándome con cada embestida, el eco de nuestros jadeos rebotando en las paredes y el espejo reflejando la obscenidad de aquel polvo. La sujeté con más fuerza aún, sintiendo cómo su interior latía alrededor de mí, húmedo, rabioso, perfecto.
Cuando aflojé apenas el ritmo, la besé con violencia, mordiendo su labio y respirando contra su boca entre jadeos. Luego, con la voz rota por la excitación, le susurré al oído:
—Ahora túmbate boca abajo. Quiero follarte así.
Ella sonrió con malicia, se levantó de mí dejando un hilo brillante entre su coño y mi polla empapada, y se giró lentamente hasta quedar tumbada boca abajo sobre la cama. Su espalda arqueada, las nalgas respingonas elevadas justo lo suficiente, eran una invitación irresistible. El espejo frente a nosotros capturaba toda la escena: su cuerpo rendido y provocador, el mío detrás, preparado para hundirme de nuevo en ella.
Me coloqué encima de ella, apoyando el peso de mi pecho sobre su espalda, y guié la punta de mi polla hacia su coño empapado. Se abrió dócilmente, recibiéndome con un gemido ronco cuando empecé a deslizarme dentro de ella. Esta vez no hubo prisas, no hubo embestidas frenéticas: la follaba despacio, muy despacio, hundiéndome hasta el fondo y retirándome casi por completo, para volver a entrar en una caricia profunda que la hacía estremecerse.
Su piel ardía bajo la mía, y el contraste de nuestros cuerpos encajando de aquella forma era hipnótico. Mi brazo se enroscó por debajo de su cuello, sujetándola contra mí mientras mis labios buscaban su mejilla, su oreja, mordisqueando, respirando en su piel.
Cada vez que la penetraba hasta el fondo, ella apretaba el colchón con los dedos, como si tratara de anclarse al mundo. El espejo reflejaba la escena con una crudeza erótica: mi polla deslizándose lenta y húmeda en su interior, sus nalgas levantadas, mi cuerpo cubriéndola por completo.
—Joder… —susurró, con la voz rota, los ojos entrecerrados en el reflejo—. Así… me vuelves loca.
La besé en la mejilla, casi mordiéndola, mientras seguía marcando ese ritmo lento, pesado, que la obligaba a sentir cada centímetro. Sus jadeos eran más largos, más profundos, como si aquella calma fuese más intensa que cualquier embestida rápida.
La rodeé con más fuerza, enterrando mi polla hasta el final y quedándome quieto dentro unos segundos, disfrutando del calor sofocante que me envolvía. Podía sentir cada contracción de su coño tragándome, cada estremecimiento que recorría su cuerpo.
Ella tenía la cara girada hacia un lado, el espejo frente a la cama devolvía nuestros cuerpos entrelazados, y yo seguía dentro de ella, respirando contra su mejilla, con mis labios rozándole la oreja. Su piel estaba húmeda, ardiendo, y cada gemido suyo me llegaba directo al pecho.
De pronto, sentí cómo se tensaba un poco bajo mi cuerpo. Ladeó la cabeza lo suficiente para que sus labios casi tocaran los míos y, con la voz rota, un susurro apenas audible escapó de su garganta:
—Quítate el condón… y métemela por detrás.
Las palabras se incrustaron en mi oído como un relámpago. Me quedé quieto, mi polla aún enterrada en su coño palpitante, mientras la procesaba. No era una petición tímida, no era una duda. Era un deseo claro, desnudo, urgente.
Me separé apenas lo justo para poder mirarla en el espejo. Sus ojos verdes brillaban con lujuria, la boca entreabierta, la respiración entrecortada. Ella sabía lo que había dicho, y esperaba mi reacción con una sonrisa ladeada, pícara, completamente consciente del morbo que me acababa de provocar.
Una sonrisa cómplice se me escapó, y mis labios rozaron su oreja mientras le contestaba en un murmullo ronco:
—Quítamelo tú.
Ella estiró la mano hacia atrás, con decisión. Sus dedos recorrieron la base de mi polla, húmeda y palpitante dentro del condón, y tiró de él con fuerza. Sentí cómo la goma cedía hasta desprenderse de golpe, dejándome desnudo y más expuesto que nunca contra su piel caliente. La manera en que lo hizo, sin titubeos, me puso más duro todavía.
Se recolocó despacio, a cuatro patas en el centro de la cama, arqueando la espalda con una perfección casi felina. El espejo reflejaba toda la escena: su melena pelirroja cayendo en cascada, su cuerpo delgado resaltando cada curva, y sobre todo ese culo respingón, abierto para mí, con el ano oscuro rodeado de un fino vello que brillaba bajo la luz. Ella misma separó las rodillas, ofreciéndome la vista más morbosa que había tenido en mi vida.
Me incliné, pegando mi cara a sus nalgas. El olor natural de su coño y de su culo me golpeó de lleno: crudo, auténtico, excitante. Pasé la lengua despacio por su ano, saboreando la mezcla de sudor y su propio glaseado, y ella gimió grave, bajando la cabeza contra la sábana.
—Así… —murmuró, estremeciéndose.
Metí un dedo, lento, sintiendo cómo se tensaba y luego me aceptaba. Su coño goteaba con cada movimiento, como si su cuerpo entero celebrara lo que íbamos a hacer. Me incorporé, guiando mi polla desnuda contra esa entrada prohibida, y la punta ya se hundía contra el aro tenso y caliente, rozando, presionando.
—¿Lista? —le pregunté, con la voz rota de la excitación.
Ella me miró de reojo en el espejo, los labios abiertos, y sonrió.
—Dámela.
Apreté con suavidad, dejando que la punta de mi polla trabajara su entrada. El ano se resistía, apretado, caliente, un nudo de tensión que parecía negarse y suplicar al mismo tiempo. Lara gimió bajo, clavando las uñas en la sábana, mientras su respiración se volvía irregular.
—Despacio… —susurró, con un temblor en la voz que era mitad miedo, mitad deseo.
La agarré de las caderas, firme, y avancé un poco más. Sentí cómo el aro cedia apenas un centímetro, abrazándome con un calor nuevo, distinto al de su coño, más denso, más estrecho. Ella jadeó con fuerza, arqueando aún más la espalda para facilitarme el camino.
—Eso es… —murmuré, la voz ronca—. Relájate, déjame entrar.
Poco a poco, su cuerpo se acostumbraba. Cada vez que empujaba un poco más, ella exhalaba un gemido que era un puente entre el dolor y el placer. Yo también tenía que controlarme: la sensación era tan brutal, tan opresiva, que temía correrme antes de tiempo.
Cuando la mitad de mi polla ya estaba dentro, Lara levantó la mirada hacia el espejo. Nuestros ojos se encontraron en el reflejo. Ella estaba sudando, con los labios mordidos, pero sonrió, una sonrisa torcida, lasciva.
—No pares. Quiero toda tu polla ahí dentro.
Ese permiso me desató. Con un movimiento firme y profundo, terminé de hundirme hasta la base. El gemido que soltó fue un grito ahogado, y yo sentí cómo su culo me envolvía por completo, cerrándose como un puño húmedo y ardiente alrededor de mí.
Nos quedamos quietos unos segundos, respirando, dejando que su cuerpo se adaptara y que yo no explotara de inmediato. La acaricié con una mano por la espalda, bajando hasta su cuello, mientras la otra no soltaba sus caderas.
—Mírate —le dije, obligándola a abrir los ojos hacia el espejo.
Ella obedeció, y el reflejo nos devolvió la imagen: mi polla enterrada en su culo estrecho, sus labios entreabiertos gimiendo, su cuerpo temblando pero recibiéndome entero.
—Estás increíble… —alcancé a decir, jadeando.
Empecé a moverme, lento, sacando apenas unos centímetros y volviendo a entrar. El sonido era húmedo, sucio, tan excitante como su respiración entrecortada. Lara ya no se quejaba; ahora gemía abiertamente, con la voz rota, empujando hacia atrás para que le diera más.
Al principio, cada movimiento era medido, lento, como si su culo y yo estuviéramos negociando las condiciones de ese placer prohibido. El espejo reflejaba la escena con crudeza: mi polla entrando y saliendo despacio, el aro oscuro de su ano cediendo poco a poco, abriéndose para tragarme entero. El contraste entre lo explícito de la imagen y lo íntimo de la sensación me estaba volviendo loco.
Lara, con el pelo cayéndole sobre la cara, levantó la mirada y se contempló. Su propia visión parecía excitarla aún más: su lengua salió para humedecerse los labios, y un gemido gutural se escapó de su garganta.
—Dámelo más fuerte… —me pidió, apenas audible, pero cargado de lujuria.
No necesitaba más. Sujeté con firmeza sus caderas, apreté los dientes y comencé a embestir con más fuerza. El sonido cambió: los golpes de mi pelvis contra sus nalgas pequeñas y firmes resonaban en la habitación, mezclados con un chasquido húmedo y sucio que provenía de su interior.
El espejo se convirtió en un escenario obsceno. Podía ver cómo la penetración era más profunda, cómo su ano se abría para recibirme y volvía a cerrarse en cada retirada. Lara gemía sin pudor, ya sin rastro de dolor, solo de placer desbordado.
—¡Así, joder! —gritó, arqueando aún más la espalda, ofreciendo su culo como si quisiera que me perdiera dentro para siempre.
Yo jadeaba, sudando, sintiendo cómo su apretura me exprimía sin descanso. Cada embestida era una ola de sensaciones brutales: la presión, el calor, la resistencia y la rendición de su cuerpo. Ella, mientras, se frotaba el clítoris con una mano, buscando su propio clímax, la otra aferrada a las sábanas arrugadas.
La imagen en el espejo era demencial: mi polla desapareciendo en su culo una y otra vez, su mano trabajando desesperada entre las piernas, sus ojos verdes brillando con la lujuria de verse follada de la forma más sucia posible.
Yo sabía que estaba al borde. Y ella también.
El ritmo se volvió frenético, animal. Mis caderas chocaban contra su culo con una violencia cruda, cada embestida más profunda que la anterior. Ella se acariciaba con desesperación, los dedos resbalando en su coño empapado, mientras todo su cuerpo se estremecía bajo mi dominio.
—¡Me corro! —gritó, alzando la cara hacia el espejo, los ojos verdes ardiendo de placer—. ¡Córrete conmigo, dentro!
Ese grito fue mi detonante. La presión contenida explotó en mi vientre y solté un rugido gutural. La sujeté con fuerza de hierro por la cintura, clavándola contra mí, enterrando mi polla hasta el fondo de su culo mientras me corría en oleadas calientes y brutales. Sentí cómo mis espasmos se derramaban en su interior, mezclándose con el gemido desgarrador que brotaba de su garganta.
Lara se vino abajo conmigo. Sus piernas se sacudieron sin control, sus dedos trabajaban su clítoris con furia hasta que su orgasmo la atravesó como un latigazo. Su espalda se arqueó, la boca se abrió en un grito roto, y su cuerpo entero se rindió bajo la ola de placer.
Me desplomé sobre su espalda, jadeando, los dos temblando, bañados en sudor, mientras el espejo nos devolvía la imagen de dos cuerpos consumidos por la lujuria. Cuando por fin me retiré, mi polla salió húmeda y manchada, prueba evidente de lo que acabábamos de hacer.
Ella se giró con una sonrisa traviesa, se pasó los dedos por el ano húmedo y se los llevó a la nariz, oliéndose sin pudor.
—No hay lubricante mejor que el natural —rió, con un brillo pícara que me encendió todavía más incluso después del clímax.
Reí con ella, excitado por la suciedad compartida que hacía todo aún más morboso. Nos dejamos caer en la cama, exhaustos, abrazados, con el sudor pegando nuestras pieles. Y mientras recuperábamos el aliento, nos miramos al espejo una última vez: dos cuerpos que acababan de cruzar una frontera irreversible.
Nos quedamos un rato más en la cama, riendo, acariciándonos, comentando entre jadeos lo salvaje que había sido todo. Pero el calor del momento seguía pegado a la piel, y fue ella quien lo sugirió con una sonrisa traviesa:
—Ven, vamos a ducharnos.
La seguí hasta el baño, aún tambaleándome por el desgaste. El espacio era pequeño, típico de un piso compartido, pero suficiente para los dos. El agua caliente empezó a caer, y el vapor llenó enseguida el aire con un aroma a jabón y sexo mezclado. Lara me empujó suavemente contra la pared, dejándose mojar el pelo pelirrojo que se pegaba a su cara, y se dedicó a enjabonarme el pecho con calma, como si quisiera borrar con sus manos la violencia de lo que acabábamos de hacer.
Yo respondí acariciando su espalda mojada, bajando lentamente hasta su culo todavía sensible. Ella se estremeció, soltando una risita baja.
—No abuses… que aún me tiembla todo.
Nos besamos bajo el agua, más despacio esta vez, sin la urgencia anterior. Un contraste delicioso: del sexo brutal en la cama a la ternura mojada en la ducha.
Al salir, nos envolvimos en toallas, y entre bromas nos vestimos. En la puerta, antes de despedirme, me abrazó con fuerza y me susurró al oído:
—Esto hay que repetirlo. Pero la próxima vez… traemos juguetes.
Le sonreí, todavía con la imagen del espejo grabada en la mente, y asentí.
—Cuenta con ello.
Nos besamos una última vez, y salí de su piso con las piernas flojas y una sonrisa imborrable. El aire de la calle me golpeó distinto, como si el mundo fuera otro después de haber cruzado esa línea con ella.