Final en la boca

Las imágenes de las portadas son creaciones generadas por inteligencia artificial. No hay rostros reales aquí, solo representaciones de recuerdos que sí lo fueron.
Era una tarde cualquiera, de esas en las que revisas el móvil por pura inercia, sin esperar nada nuevo. Twitter no solía darme más que memes, discusiones absurdas y alguna que otra noticia. Nada que destacara. Pero esa vez, entre notificaciones anodinas, apareció un mensaje directo inesperado.
Ella: “Hola”.
Nunca pensé que una palabra tan simple pudiera acabar llevándome a una de las experiencias más intensas de mi vida.
Era una chica que conocía de vista en el pueblo: bajita, rellenita, con unos ojos vivos que contrastaban con su timidez. Jamás me había fijado demasiado en ella, y mucho menos esperaba que me escribiera. Contesté casi por compromiso: un “Buenas” rápido, sin darle importancia.
Lo que siguió fueron días de conversaciones aburridas, triviales, lo típico: “¿Qué tal?”, “Bien, ¿y tú?”, “Aquí, aburrida”. Nada que hiciera presagiar lo que estaba por venir. Y, sin embargo, había algo en su insistencia que me mantenía ahí, respondiendo, esperando qué sería lo siguiente.
Los días siguientes no fueron muy distintos. Sus mensajes aparecían a cualquier hora, siempre simples, siempre triviales:
—¿Qué haces?
—Nada, en casa. ¿Y tú?
—Aquí, aburrida.
No había morbo, ni coqueteo descarado, ni esa chispa que suele prender en una charla picante. Era, si acaso, la típica conversación de dos adolescentes matando el tiempo. Y yo, con 25 recién cumplidos, me veía contestando casi por cortesía.
Lo curioso es que no se cansaba. Siempre volvía. Con frases cortas, con detalles nimios: “te vi el otro día en el pueblo”, “me acuerdo de ti del instituto”. Y aunque mi primera reacción era pensar que aquello no iba a ninguna parte, había algo que me mantenía enganchado.
Quizás era la insistencia. O tal vez el morbo escondido en la situación: que una vecina, apenas veinteañera, me buscara de esa manera. Porque aunque no me llamaba demasiado la atención —gordita, bajita, de esas que siempre pasan desapercibidas en un grupo—, empezaba a calentarme la idea de que fuera precisamente ella la que quisiera algo conmigo.
Era un morbo extraño. Una mezcla de curiosidad, de ego y de deseo. Como si la rutina gris de nuestras charlas escondiera algo que aún no se había revelado.
Y entonces llegó el mensaje que rompió la monotonía:
—Un día tenemos que quedar.
Me quedé mirando la pantalla, sorprendido por lo directo. No era un “a ver si nos vemos” vago. Era una invitación. Y con ella, todas mis dudas.
Ese mensaje quedó flotando en mi pantalla. No había emojis, ni risas nerviosas, ni excusas. Solo esa frase seca, directa.
Me acomodé en el sofá, dudando. Hasta ese momento había tomado la conversación como una distracción, nada más. No era una chica que me quitara el sueño ni mucho menos. Pero ahí estaba, dándome un paso que yo mismo no había imaginado.
Decidí ser claro, sin rodeos:
—Mira, te soy sincero. Ahora mismo no busco nada serio. Si quedamos, sería para pasarlo bien.
Tardó en responder. Lo suficiente para que yo pensara que había metido la pata, que se asustaría, que me dejaría en visto. Pero al cabo de unos minutos, apareció su respuesta:
—Perfecto. Eso es justo lo que quiero.
Sentí un cosquilleo recorrerme el estómago. Esa chica, la misma que llevaba días escribiéndome “¿qué haces?”, acababa de borrar de un plumazo todas mis excusas.
Quise reafirmar mi postura, mantener el control:
—Entonces está claro. Diversión, sin líos.
—Diversión —repitió ella—. Eso mismo.
No sé si fue la seguridad de su respuesta o la simple idea de que alguien me buscara con tantas ganas, pero de pronto la conversación dejó de ser aburrida. El aire cambió. Ya no era la vecina gordita y tímida del pueblo. Ahora era la chica que me estaba pidiendo, sin adornos, que me la follara.
—Pero ¿tú lo dices en serio? —pregunté, como si necesitara confirmarlo.
—Claro —contestó—. Si no, no lo habría dicho.
—Ya… es que no me pega mucho contigo. No sé, pensé que tú buscabas otra cosa.
—¿Qué otra cosa?
—Una relación. O alguien de tu edad.
Su respuesta llegó tan rápido que me imaginé sus dedos nerviosos sobre el teclado:
—Ya te dije que no. No quiero líos. Y lo de la edad… bueno, eso me pone más de lo que debería.
Me mordí el labio. Podía notar cómo se iba quitando capas, cómo lo que había empezado como una charla tonta se estaba transformando en una confesión sincera.
—Aun así, no sé… no me gustaría que luego te arrepientas.
—¿Arrepentirme? —puso un emoji de risa—. Llevo días pensando en esto.
Me apoyé contra el respaldo del sofá, sintiendo ese calor en el bajo vientre que aparece cuando sabes que el terreno está despejado, que la excusa ya no existe.
—Vale, pero que quede claro: nada serio, solo pasarlo bien.
—Ya lo sé —contestó ella—. Y es justo lo que quiero.
Esa última frase fue la que me desmontó. Porque sonaba honesta, decidida, y porque detrás de su timidez había un hambre que no había querido mostrar hasta ahora.
—Pues no lo parece —le escribí—. No me das pinta de ser tan lanzada.
—¿Y qué pinta te doy?
Sonreí ante la pantalla. Estaba jugando conmigo, aunque todavía con ese aire inseguro.
—De buena chica.
—Ya… —puso un silencio largo, tres puntos suspensivos—. Pero las buenas chicas también tienen sus secretos.
No supe qué contestar. Y entonces llegó la notificación de una foto. Un selfie improvisado, mal iluminado, hecho en su habitación. Estaba tumbada en la cama, con el pelo revuelto y el camisón de dormir un poco caído sobre el hombro. No era explícita, pero lo sugería todo.
—¿Ves? —escribió después—. No soy tan buena.
Sentí un cosquilleo recorrerme la espalda. Era la primera vez que pasaba la línea.
—Joder —fue lo único que pude responderle.
—Te he sorprendido, ¿eh?
—Un poco.
—Pues si quedamos… puedo sorprenderte más.
Me quedé mirando ese último mensaje, con el pulso acelerado. Ya no había nada anodino en la conversación. Ella había mostrado su carta, y yo sabía que no había marcha atrás.
Después de ese intercambio, la conversación volvió a lo básico. No había largas frases ni confesiones profundas.
—Entonces, ¿quedamos o no? —me soltó, como quien propone tomar un café.
—¿Cuándo?
—Hoy. Esta noche.
Me quedé mirando el mensaje. Era tan directo que parecía una broma.
—¿Hoy?
—Sí. Estoy en el piso de una amiga, cuidándoselo. Estoy sola. Vente si quieres.
Así, sin calentamiento, sin rodeos. Y lo peor —o lo mejor— era que yo ya estaba demasiado metido como para decir que no.
—Vale —le respondí, con los dedos temblando un poco más de lo que quería admitir.
—Genial. Te paso la dirección.
Y en cuanto apareció la notificación con la ubicación, supe que estaba hecho.
El resto de la tarde se me hizo eterno. Miraba la hora cada pocos minutos, como si el reloj se empeñara en moverse más despacio. La conversación con ella se había apagado de nuevo; después de darme la dirección, apenas me mandó un par de mensajes triviales: “Aquí, esperando”, “Avísame cuando salgas”. Frases secas, sin más.
Pero en mi cabeza no había silencio. Estaba dándole vueltas a todo. Me preguntaba qué coño estaba haciendo, y al mismo tiempo no podía dejar de pensar en cómo acabaría la noche. No era la chica que había imaginado tener en mi cama, ni mucho menos. Y sin embargo, había algo en esa propuesta tan directa que me excitaba más que cualquier foto explícita.
Cuando por fin salí de casa, la brisa de la noche no sirvió para enfriar el calor que llevaba en el cuerpo. Caminaba rápido, con el móvil en la mano por si me escribía, repasando mentalmente lo que podía pasar. Tenía dudas, claro. Pensaba en que quizá sería raro, incómodo, incluso decepcionante. Pero otra parte de mí, la que me guiaba, sabía que la única manera de saciar esa curiosidad era estar allí, frente a ella.
Cuando llegué a la dirección que me había pasado, levanté la vista hacia el edificio. Un bloque normal, anodino, de esos que no llaman la atención. Y, sin embargo, en ese momento me parecía un portal hacia otra cosa. Respiré hondo, subí las escaleras y toqué el timbre.
La puerta se abrió casi al instante.
La puerta se abrió y ahí estaba ella. Nada de arreglos de última hora ni poses forzadas: apareció natural, con un camisón ancho de algodón que apenas le cubría los muslos, el pelo suelto y los pies descalzos.
—Pasa —dijo, apartándose a un lado.
Su voz era baja, casi tímida, pero sus ojos no me soltaban. Noté la mezcla de nervios y expectación en la forma en que me miraba, como si todavía no terminara de creerse que yo estaba allí.
El piso estaba en silencio, demasiado grande para estar vacío. Cerró la puerta y me guió al salón. Nos sentamos en el sofá, dejando entre nosotros un hueco que parecía más grande de lo que era. La conversación fluyó en el mismo tono trivial de siempre: el pueblo, conocidos comunes, recuerdos vagos del instituto. Nada nuevo.
Pero había algo diferente ahora. Sus rodillas se acercaban a las mías sin llegar a rozarlas, y cada vez que se reía —una risa corta, nerviosa— el camisón se movía lo justo para dejar entrever la curva generosa de sus pechos. Yo trataba de mantener la calma, de no precipitarme, pero la tensión crecía a cada segundo.
No fue una decisión consciente. Simplemente, en medio de una de esas risas tímidas, me incliné y la besé.
Al principio se quedó quieta, sorprendida, pero enseguida sus labios se abrieron, cálidos, ansiosos, encontrando los míos con una intensidad que no esperaba. Su lengua se coló tímida primero, después más atrevida, y entonces mis manos empezaron a explorar. Subí por el lateral de su cuerpo, acariciando su cintura, hasta que la tela del camisón cedió bajo mis dedos.
Y ahí lo descubrí: no llevaba nada debajo.
El contacto con su piel desnuda me arrancó un escalofrío, y cuando mis dedos rozaron la suavidad plena de sus pechos, entendí que aquella noche iba a ser todo menos aburrida.
El beso se volvió más profundo, más hambriento, como si todo el silencio de esos días de mensajes se liberara de golpe. Su mano subió a mi nuca, tirando de mí hacia ella con más decisión de la que imaginaba. Sentí cómo su cuerpo se apretaba contra el mío, blando y cálido, pero de pronto se separó apenas unos centímetros.
Con una respiración agitada, agarró el dobladillo del camisón y, sin apartar la mirada de mis ojos, lo levantó hacia arriba en un movimiento fluido. El tejido pasó por sus caderas, su cintura, sus pechos generosos que saltaron libres, y finalmente por su cabeza, quedando hecho un ovillo en el suelo. Ahí estaba: completamente desnuda, con sus curvas plenas a la vista, la piel suave y caliente, los pezones endurecidos por la excitación.
Se mordió el labio inferior, como si le diera pudor, pero sus ojos oscuros decían otra cosa: hambre. Lentamente, sin que yo pudiera apartar la mirada de su cuerpo desnudo, se acomodó en mi regazo, restregando su calor contra mi polla aún cubierta por el pantalón. Sus pechos quedaron casi a la altura de mi cara, redondos, tentadores, irresistibles.
Me lancé sobre ellos con avidez, atrapando un pezón en mi boca, succionando con fuerza, saboreando el calor y la textura de su piel. Ella gimió bajito, arqueando la espalda para ofrecerme más, su respiración entrecortada vibrando en mi oído.
Sus manos bajaron rápido a mi cintura. Con torpeza nerviosa, desabrochó el cinturón y tiró de la cremallera, hasta que el pantalón se abrió por completo. Yo me levanté apenas un poco para ayudarla a bajarlo, quedando en calzoncillos. Mi erección marcaba la tela de forma inconfundible, tensa, palpitante.
Ella se deslizó fuera de mi regazo y se arrodilló frente a mí, completamente desnuda. Sus dedos enganchados en la goma de mis calzoncillos tiraron hacia abajo lentamente, liberando mi polla. Al verla, sus ojos se abrieron con sorpresa, y antes de que pudiera decir una palabra, se inclinó hacia delante y me la metió en la boca.
El calor húmedo y la presión de su lengua me arrancaron un gemido gutural. Ella no se limitaba a lamer; se la tragaba con decisión, profunda y ruidosa, empapándola de saliva. Sus labios carnosos la recorrían entera mientras sus pechos grandes se movían con cada vaivén de su cabeza.
Y ahí estaba yo, mirándola de rodillas frente a mí, entregada, su boca devorando mi polla como si hubiera esperado ese momento durante años.
Sus labios me envolvieron con una avidez que me dejó sin aire. El contraste entre la calidez húmeda de su boca y la presión firme de su lengua fue un golpe directo al estómago. Cerré los ojos apenas un segundo, disfrutando del primer vaivén lento, y cuando los abrí me encontré con su mirada fija en mí, desde abajo, mientras se tragaba mi polla hasta la base.
Ese contacto visual me hizo gemir con fuerza. Era imposible no dejar escapar el sonido, como un rugido contenido. La chica parecía alimentarse de mis reacciones, porque aceleró el ritmo, moviendo la cabeza con un compás más atrevido, dejando que la saliva se deslizara por la comisura de sus labios y me empapara los huevos.
—Joder… —murmuré entre dientes, llevándome una mano a su cabello. No la empujaba, solo la guiaba, entrelazando mis dedos en su melena corta mientras ella marcaba el ritmo con una entrega que parecía infinita.
De vez en cuando sacaba la polla de su boca para lamerla desde la base hasta el glande, larga y lentamente, como si quisiera saborearme en toda su extensión. Pasaba la lengua por la punta, recogiendo cada gota de mi excitación, y luego volvía a metérsela entera, profunda, hasta que sus labios chocaban contra mi pelvis. Su garganta se abría y vibraba alrededor de mí con un sonido húmedo y obsceno que me volvió loco.
Yo me mordía el labio, conteniendo las ganas de correrme ya mismo. Ella lo notaba, lo presentía, porque cada vez que mi respiración se aceleraba demasiado, frenaba el ritmo, jugaba con la punta, me miraba con esa mezcla de timidez y descaro, y después volvía a engullirla de golpe, haciéndome gruñir.
La agarré suavemente del pelo y la obligué a mirarme mientras seguía mamando. Esa imagen se me quedó grabada: sus pechos grandes rebotando mientras su boca trabajaba en mi polla, sus ojos brillando con lágrimas de esfuerzo, su lengua rodeándome con hambre.
—Tienes una boca increíble… —le solté, jadeando. Ella gimió con la polla dentro, una vibración deliciosa que me recorrió entero.
No se detenía. Era meticulosa, juguetona, como si hubiera nacido para esto. Me acariciaba los huevos con una mano mientras con la otra se sujetaba al muslo, clavando las uñas, como si necesitara anclarse para no perder el ritmo.
El sofá crujía bajo mis movimientos, mis caderas empujando instintivamente hacia su boca. No podía evitarlo, quería estar aún más dentro, quería ahogarme en esa sensación.
De repente, se apartó, con los labios brillantes de saliva y el pecho agitado. Se incorporó un poco, mirándome con descaro, y se inclinó hasta mi oído.
—Quiero probar una cosa contigo… —susurró, mordiéndose el labio.
—¿Qué cosa? —pregunté, todavía con la polla húmeda palpitando frente a su cara.
—Quiero que te corras en mi boca al final. —Me sostuvo la mirada con una intensidad que me dejó sin aire—. Quiero sentirlo.
Sonreí, con el corazón martilleándome en el pecho. —Eso está hecho —le dije, acariciándole la mejilla.
Ella sonrió también, una sonrisa traviesa, y en un segundo se subió sobre mí a horcajadas. Sentí el calor de su coño rozando mi polla empapada, y antes de que pudiera reaccionar, se dejó caer de golpe.
Se la metió entera.
Abrí los ojos sorprendido. —¿Así, sin nada? —pregunté con la respiración cortada.
Ella me sujetó de los hombros, sonriendo con descaro. —No te preocupes. Tomo la píldora. Quiero sentirte de verdad.
Ese “quiero sentirte” borró cualquier duda. La sensación era brutal: estrecha, húmeda, un calor que me envolvía hasta la raíz. Me aferré a sus caderas mientras ella empezaba a moverse, primero lenta, saboreando cada bajada, y luego más rápido, más decidida, hasta que su cuerpo rebotaba contra el mío con un ritmo hipnótico.
Se aferró a mis hombros, buscando equilibrio, y empezó a moverse sobre mí. Al principio lo hizo con cierta cautela, probando su propio ritmo, como si midiera qué tanto podía tomarme dentro. Cada bajada era un gemido contenido, un suspiro que se le escapaba entre los labios.
Yo la miraba fascinado. Sus pechos grandes rebotaban frente a mi cara, redondos, firmes, la piel joven y suave apenas cubierta por un ligero sudor. No pude resistirme: los atrapé con mis manos, apretándolos, hundiendo los dedos en su carne suave, y luego incliné la cabeza para llevarme un pezón a la boca. Ella gimió más fuerte, aferrándose a mi cuello, y su cuerpo comenzó a moverse con más soltura.
La timidez se desmoronaba a cada embestida. Pronto ya no se contenía: bajaba hasta tragársela entera, apretando mi polla con esa estrechez deliciosa, y luego subía con un movimiento de caderas que me arrancaba jadeos. Empezó a morderse el labio, a mirarme con descaro, con una chispa nueva en sus ojos, como si se estuviera descubriendo a sí misma en el acto.
—Joder… así, muévete así… —le susurré, clavando mis manos en sus caderas para guiarla.
Ella obedeció, y pronto estaba cabalgándome con fuerza, haciendo chocar nuestras pieles en un sonido húmedo y rítmico que llenaba la habitación. Mis uñas se clavaron en sus muslos mientras sus tetas golpeaban contra mi pecho. La chica tímida del sofá se había transformado en una mujer hambrienta, guiada solo por el deseo.
Me incliné hacia atrás, dejándola el control, viéndola rebotar encima de mí, con el cabello desordenado y el rostro enrojecido por la excitación. La presión en mis huevos era intensa, cada movimiento me llevaba más cerca del límite, pero sabía que no podía correrme aún. Tenía una promesa que cumplir.
Sus movimientos se hicieron más erráticos, menos controlados. Ya no marcaba un ritmo constante, sino que se dejaba llevar por lo que su cuerpo pedía. A veces se hundía con fuerza, tragándosela hasta el fondo con un gemido ronco; otras, se movía más lento, frotando su clítoris contra la base de mi polla en un vaivén delicioso.
Yo la observaba, completamente hipnotizado. Su boca entreabierta, sus ojos cerrados con fuerza, las gotas de sudor recorriéndole el cuello hasta perderse en el valle de sus pechos que rebotaban sin descanso. La sujeté con una mano en la nuca y la acerqué a mí, besándola con furia, mientras la otra mano la mantenía firme de la cadera, obligándola a seguir bajando sobre mí sin darme respiro.
—Dios… me voy a correr… —susurró de pronto contra mi boca, con un temblor en la voz que me excitó aún más.
Su cuerpo comenzó a tensarse, sus caderas se movían con un vaivén desesperado, buscando ese punto exacto. La sentí estremecerse sobre mí, sus paredes internas apretándome con fuerza, su espalda arqueándose mientras un grito ahogado se escapaba de su garganta.
Yo gruñí, aguantando, mordiéndome el labio para no perder el control todavía. La sensación de que me ordeñaba por dentro era brutal, pero me contuve. Ella apoyó la frente en mi hombro, jadeando, con el pecho agitado y el cuerpo aún temblando por las réplicas.
—No pares… —me suplicó, con voz rota.
La abracé fuerte, acariciándole la espalda sudorosa, y decidí que era el momento de cambiar el juego.
Ella seguía jadeando, aún sensible tras su primer orgasmo, cuando la estreché contra mí. La rodeé con los brazos, apretándola contra mi pecho, y con un movimiento seco de caderas empecé a embestirla yo desde abajo.
—¡Ah! —gritó sorprendida, clavando las uñas en mis hombros.
No le di tregua. Golpe tras golpe, la levantaba apenas unos centímetros y volvía a hundirla con fuerza, haciéndola rebotar contra mí en un ritmo rápido y brutal. El sofá crujía, mis gemidos se mezclaban con sus gritos, y el calor entre nosotros era un incendio imposible de contener.
—Joder, joder, así… —balbuceaba ella, con la cara enterrada en mi cuello.
Cada embestida arrancaba un grito nuevo, un gemido agudo que demostraba lo poco acostumbrada que estaba a que la follaran con tanta intensidad. La sujetaba firme de la espalda, impidiéndole moverse, obligándola a recibir cada golpe de mis caderas. Sentía sus paredes apretándome, palpitando, como si su cuerpo se rindiera por completo a mi dominio.
Tras unos segundos que parecieron eternos, la frené de golpe, respirando con fuerza contra su oído.
—Ponte a cuatro. Quiero follarte ese culo perfecto —le ordené con voz ronca.
Ella levantó la cabeza, los ojos brillantes de excitación, y sin pensarlo un segundo se bajó de encima. Se giró en el sofá y apoyó las manos en el respaldo, arqueando la espalda, ofreciéndome la visión gloriosa de su culo redondo y su coño húmedo brillando bajo la luz tenue.
Me quedé quieto un instante, contemplándola. Su culo ancho y generoso se alzaba hacia mí, las nalgas separadas apenas por la tensión de su postura, y entre ellas brillaba el contraste húmedo y tentador de su coño abierto. Era una visión obscena y hermosa a la vez, la de una mujer joven ofreciéndose sin reservas.
Me incliné, respirando su aroma sin prisas. No era un perfume limpio ni artificial, sino el olor auténtico de su excitación: húmedo, salado, con esa crudeza que solo un coño caliente y un culo sudado pueden desprender. Ese olor me excitaba más que cualquier gemido.
Sin pensarlo, pasé la lengua por todo ese paisaje, desde el pliegue brillante de su coño hasta la rugosidad apretada de su ano. Ella se estremeció con un grito contenido, apoyando la frente en el respaldo del sofá. Sus manos se aferraron con fuerza al tapizado, y su respiración se volvió entrecortada, como si le costara asimilar lo que le hacía sentir.
No fui delicado. La lamí con hambre, con insistencia, dejando mi saliva mezclarse con sus fluidos. La saboreé entera, disfrutando de esa mezcla intensa de olores y sabores que me recordaba lo real que era todo aquello. Ella gemía, no alto, sino en un murmullo roto y desesperado, como si el placer le pesara en el pecho.
Cuando sentí sus caderas temblar bajo mis manos, me levanté, incapaz de esperar más. Guié mi polla hacia su entrada húmeda y, sin transición, la penetré con una sola embestida firme.
Ella lanzó un jadeo ahogado y arqueó la espalda. Yo me quedé quieto un segundo dentro, disfrutando de la presión de su coño apretándome hasta la raíz, antes de empezar a moverme.
Cada vez que embestía, su culo rebotaba contra mí con un vaivén obsceno. Sus muslos temblaban, sus uñas arañaban el sofá, y el sonido húmedo de nuestra unión llenaba el salón.
Empecé a moverme con un ritmo constante, profundo, dejando que cada embestida la empujara unos centímetros hacia adelante. Ella jadeaba con la cara pegada al respaldo del sofá, el cabello desordenado pegándose a su cuello húmedo de sudor.
La sujeté fuerte de las caderas, marcando mi ritmo, y pronto el sonido de nuestras pieles chocando llenó la habitación con un eco húmedo y obsceno. Cada golpe hacía rebotar su culo generoso contra mi abdomen, y yo no podía dejar de gruñir al sentir cómo me tragaba con esa estrechez ardiente.
—Más fuerte… —murmuró de pronto, sin levantar la cabeza, con la voz entrecortada.
Obedecí. Apreté los dientes y aceleré, cada embestida más dura que la anterior. El sofá crujía, sus gemidos se volvieron más agudos, y sentí cómo su coño palpitaba alrededor de mí, húmedo, caliente, como si quisiera ordeñarme ahí mismo.
El nudo en mis huevos empezó a apretarse, avisando que no podría aguantar mucho más. Entonces recordé su promesa, esa mirada cómplice de antes, y supe exactamente cómo debíamos terminar.
Me retiré de golpe, con un jadeo ronco. Ella se giró confundida, hasta que me vio frente a ella, la polla palpitante y brillante en mi mano. Se dejó caer de rodillas al instante, como si hubiera estado esperando ese momento toda la noche.
Me miró desde abajo, con los labios húmedos entreabiertos, la lengua asomando apenas como una invitación descarada. Sus ojos brillaban de excitación, pidiendo lo que yo estaba a punto de darle.
—Hazlo… —susurró—. Córrete en mi boca.
No necesité más. La agarré del pelo con una mano, inclinando su rostro hacia mí, mientras con la otra me sacudía con fuerza sobre su boca abierta. El placer me golpeó como una descarga eléctrica.
—¡Tómalo! —gruñí, justo cuando el primer chorro espeso salió disparado.
Ella recibió la corrida con un gemido ahogado, dejando que mi semen caliente le llenara la lengua. No apartó la mirada en ningún momento; al contrario, me miraba fijo, orgullosa, tragándoselo todo como si hubiera esperado ese instante toda la vida.
Los chorros siguieron llegando, gruesos y abundantes, manchándole los labios, la barbilla, incluso un poco la mejilla. Ella no retrocedió. Abrió más la boca, sacó la lengua, y dejó que las últimas gotas resbalaran por su rostro hasta caerle al pecho.
Con la respiración entrecortada, la vi meter los dedos en su boca, arrastrar lo que había quedado en su barbilla y chupárselos despacio, con una sonrisa sucia y satisfecha.
—Mmm… —ronroneó, tragando lo último—. Sabía que me iba a encantar.
Yo me dejé caer en el sofá, jadeando, con el cuerpo temblando por los espasmos finales. Ella se incorporó un poco, aún de rodillas entre mis piernas, y apoyó la cabeza en mi muslo, sonriendo como una niña traviesa que acababa de conseguir lo que quería.
El silencio del salón se llenó solo con nuestras respiraciones agitadas, y la visión de su cara brillante, marcada por mi corrida, fue suficiente para grabar aquel momento en mi memoria para siempre.
Aún respirando con dificultad, mientras ella se limpiaba los labios con el dorso de la mano, aunque la sonrisa pícara seguía ahí, intacta. Se acomodó a mi lado, todavía desnuda, y durante unos segundos no dijimos nada. Solo escuchábamos nuestras respiraciones intentando recuperar el ritmo.
Al fin, soltó una risa corta, casi nerviosa, y me miró de reojo.
—¿Te das cuenta de lo que acabamos de hacer? —preguntó, con la voz ronca y el rubor marcándole las mejillas.
Asentí, sonriendo también, mientras me pasaba una mano por el pelo empapado de sudor. —Sí. Y lo peor —o lo mejor— es que seguimos siendo vecinos.
Ella se llevó una mano a la cara, tapándose a medias, entre risas y vergüenza.
—Joder… cuando me cruce contigo por la calle, no voy a poder evitar acordarme de esto.
—Ni yo —respondí, inclinándome para darle un beso corto, aún con el sabor de ella en mis labios.
Nos quedamos un rato así, en silencio, mirándonos, sabiendo que aquel secreto compartido nos iba a perseguir cada vez que el destino nos cruzara en el pueblo. Entre vergüenza y morbo, entre lo prohibido y lo inevitable.
Nos vestimos sin prisas, todavía intercambiando miradas cómplices. Antes de irme, en la puerta, ella volvió a sonreír con esa mezcla de timidez y descaro.
—Esto… que no sea la última vez.
Yo asentí, y salí al fresco de la noche con el pulso aún acelerado, sabiendo que, a partir de ese momento, cada encuentro fortuito con mi vecina llevaría consigo la memoria ardiente de esa primera vez.