Más allá del cuerpo perfecto.
Hay algo que siempre me ha llamado la atención: la cantidad de gente que tiene un molde mental para follar. Un tipo de cuerpo, una edad, una estética concreta. Es como si el deseo tuviera que encajar en un catálogo: jóvenes, delgados, gimnasio, sin pelos, sonrisa de anuncio y piel perfecta. Y lo curioso es que muchos de los que piensan así ni siquiera lo reconocen; lo dan por hecho, como si el sexo solo valiera si el envoltorio es impecable.
Yo no soy así. Ni lo fui nunca.
Lo digo sin superioridad, porque no creo tener la verdad de nada, pero me cuesta entender esa obsesión por el físico como filtro. Yo no necesito un cuerpo de revista. Lo que me calienta es la intención. El morbo. La actitud. La manera en la que alguien te mira y te deja claro —sin palabras— que quiere follarte.
Esa energía no la da un abdominal. La da la mente.
He tenido sexo con personas muy diferentes entre sí: mayores, más jóvenes, delgadas, con curvas, con cicatrices, con complejos. Y, sinceramente, algunas de las mejores experiencias de mi vida no han venido de quien tenía el cuerpo “perfecto”, sino de quien sabía usar su cuerpo, con lo que fuera que tuviera.
Me pasa que cuando lo comento, la gente me mira raro. Como si dijera una barbaridad. Como si reconocer que te puede poner alguien que no encaje en el estándar fuera un acto de rebeldía. Pero para mí es lo más natural del mundo. El deseo no siempre tiene lógica. Y precisamente por eso es tan jodidamente bonito.
Hay cuerpos que te atrapan por su piel, otros por su olor, otros por su manera de gemir o por cómo te respiran al oído. A veces no sabes ni por qué te excitan, pero lo hacen. Y no necesitas entenderlo, solo vivirlo.
Yo disfruto descubriendo cuerpos. Mirando cómo reacciona una persona al tacto, qué zonas se tensan, dónde se rinde. No necesito que todo esté “en su sitio”. Me gusta lo imperfecto, lo real. Esa marca en la cadera, esa arruga que se asoma cuando sonríe, ese lunar donde no debería haber uno. Son pequeños recordatorios de que no estoy follando con un modelo, sino con alguien de verdad.
Lo físico importa, claro. Sería hipócrita decir que no. Pero me atrae de otra forma: no como requisito, sino como lenguaje. Hay gente con cuerpos preciosos que no transmite nada. Y hay otros que, con solo mirarte, te encienden de pies a cabeza. Me quedo con esos segundos. Con esa conexión que no se fabrica en un gimnasio, sino en la mirada.
Lo más triste es que vivimos rodeados de filtros, tanto digitales como mentales. Y a veces olvidamos que el sexo —el de verdad— es mucho más salvaje, más humano, más imperfecto. No se parece en nada a las fotos que la gente sube a redes. No hay luces perfectas ni ángulos favorecedores. Hay sudor, respiraciones cruzadas, roces torpes, olores mezclados. Y eso, justo eso, es lo que me encanta.
Me excita cuando alguien se muestra sin miedo. Cuando no disimula, no posa, no finge ser otra persona. Cuando se ríe en medio de un polvo, o gime sin importarle si suena bonito o no. Esa naturalidad, esa falta de artificio, me puede más que cualquier físico de anuncio.
Y me da igual si tiene 25 o 45, si pesa 50 kilos o 90. Si tiene una polla enorme o una pequeña, un coño apretado o un culo imperfecto. Lo importante es la energía. Que haya química, curiosidad, ganas de jugar. Que la mente esté abierta, que la conversación fluya, que haya morbo, pero también educación, respeto, complicidad.
Porque para mí el sexo no es una foto, es una experiencia. Y en esa experiencia el físico es solo una parte. Una pieza, no el conjunto.
He tenido amantes que no cumplían ni uno solo de los “requisitos” que muchos de mis amigos considerarían atractivos, y, sin embargo, me han dejado huellas profundas. Una mujer madura que sabía exactamente cómo tocar sin decir una palabra. Un chico con sobrepeso que tenía una lengua tan hábil que todavía pienso en él a veces. Una trans que me enseñó más sobre deseo que cualquier otra persona en mi vida.
Ninguno de ellos habría pasado el filtro de Tinder de mucha gente. Pero todos me hicieron sentir algo que el cuerpo perfecto no garantiza: presencia. Esa sensación de estar completamente metido en lo que está pasando, de no pensar en nada más, de sentirlo todo.
Quizás por eso me cuesta tanto conectar con esa mentalidad tan común de “solo me acuesto con gente de X edad” o “solo me atraen los cuerpos así o asá”. Me suena a limitación. A perderse experiencias que podrían ser brutales solo por no encajar en un molde.
Yo prefiero vivirlo. Dejarme llevar. No quiero un físico que me cuadre, quiero una persona que me descoloque. Que me mire con ganas, que me hable con deseo, que me saque el lado más instintivo sin necesidad de posar ni aparentar.
Al final, follar con alguien es conocerlo sin palabras. Y ahí no hay filtros, ni edades, ni tallas. Hay piel contra piel, hay respiración, hay entrega. Si eso fluye, el cuerpo pasa a segundo plano.
Supongo que por eso me miran raro cuando lo digo. Porque estamos tan acostumbrados a juzgar el deseo por lo que se ve, que hemos olvidado sentirlo por lo que transmite. Pero a mí me da igual. No busco aprobación. Busco placer. Y el placer, cuando es real, no entiende de cuerpos perfectos.
Hay una frase que siempre me repito: el cuerpo perfecto no existe, pero sí existe el cuerpo que te hace sentir perfecto en ese momento. Ese que encaja contigo, aunque no tenga nada que ver con tus “gustos”. Ese que se entrega, que te recibe, que se deja hacer.
Esa es la verdadera belleza del sexo: que no hay dos iguales. Que cada persona te ofrece algo distinto, una forma diferente de sentir, de tocar, de gemir. Y eso, para mí, vale infinitamente más que cualquier tableta de abdominales.
Así que sí, seguiré disfrutando de cuerpos reales, de mentes abiertas y de personas que no se esconden detrás de una foto. Seguiré eligiendo el morbo por encima del molde. La intención por encima del físico. Porque al final, lo que se queda no es lo que se ve, sino lo que se siente.