Fetiches: El deseo sin filtro
Hay palabras que, cuando las dices en voz alta, todavía provocan miradas raras. “Fetiche” es una de ellas.
No importa lo liberales que nos creamos, cuando alguien menciona la palabra, la mayoría imagina cosas raras, sucias, desagradables. Pero en realidad, el fetiche no es eso. No tiene por qué ser extremo ni escandaloso. Un fetiche puede ser simplemente aquello que te enciende tanto que no concibes el sexo sin ello.
Para mí, esa es la definición más honesta: un fetiche es eso que no puedes evitar buscar, lo que te pone a cien aunque no sepas por qué. Puede ser una prenda, una práctica, un olor, una actitud, una forma de mirar. Es esa obsesión deliciosa que convierte un polvo cualquiera en algo único.
La gente tiende a asociar el fetichismo con lo “raro”. Pero, seamos sinceros: todos tenemos uno, aunque muchos lo nieguen.
Algunos son más visibles, otros más mentales. Hay quien necesita dominar o ser dominado, quien se excita con los pies, con los tacones, con las manos, con los olores, con la ropa interior, con el sonido de una voz determinada.
Y ninguno está más “loco” que el otro.
Yo, por ejemplo, lo tengo clarísimo: el sexo oral es uno de mis grandes fetiches.
Comer coño, o culo, es algo que me puede. No solo por el acto en sí, sino por todo lo que implica. Es la entrega, el contacto, la intimidad. Es tener a alguien frente a ti, respirando fuerte, moviéndose sin poder controlarse, sabiendo que le estás haciendo perder la cabeza con tu lengua.
Eso me fascina.
Y sí, cuando digo que me encanta comer culos, hay gente que se escandaliza. Como si hubiera confesado un crimen.
Lo gracioso es que más de una de esas personas, después de poner cara de horror o de decir “¡qué asco!”, ha terminado pidiéndomelo entre gemidos. Y cuando lo han probado… ya no lo han vuelto a mirar igual.
Porque una cosa es imaginarlo y otra sentirlo.
Los fetiches, al final, son parte del juego. Le dan identidad al sexo. Son lo que transforma un polvo mecánico en algo con alma.
Por eso me gusta hablar de ellos sin tapujos, porque creo que deberíamos dejar de tratar el deseo como si fuera algo que necesita ser “aprobado” por los demás.
Si a ti te pone algo, disfrútalo.
Si no te encaja lo que le gusta a otra persona, simplemente no participes. Pero no juzgues.
Lo que a ti te parece demasiado, para otra persona puede ser lo más natural del mundo. Y lo que tú ves “normal”, para alguien más puede ser una locura.
Al final, el sexo es un idioma. Y los fetiches son sus dialectos.
Cada uno tiene el suyo, y lo bonito está en descubrir cómo se habla el del otro.
He conocido gente con fetiches curiosos. Algunos tan leves como el olor a piel limpia o el sabor del sudor; otros más intensos, como los juegos de poder, los pies o la ropa interior ajena.
Y todos tenían algo en común: la pasión con la que lo vivían.
No era tanto qué les gustaba, sino cómo lo sentían. Esa intensidad, esa necesidad, esa forma de vivirlo sin vergüenza, me resulta tremendamente atractiva.
Porque al final, los fetiches son una forma de sinceridad.
Cuando alguien te confiesa lo que le pone, te está mostrando una parte íntima, vulnerable. Te está dejando entrar en su deseo más profundo. Y eso, cuando se da con confianza y respeto, es precioso.
A veces me sorprende lo poco que la gente se atreve a reconocer lo que realmente le excita. Prefieren seguir el guion de lo “aceptable”, fingir normalidad, quedarse en lo que se espera.
Pero el morbo no entiende de normalidad.
El morbo se cuela por los rincones que uno no dice en voz alta.
Yo lo tengo claro: no hay placer sin libertad.
Y esa libertad pasa por aceptar tus fetiches, por conocerlos y, si te apetece, explorarlos con alguien que esté dispuesto a hacerlo contigo.
Porque solo así dejas de follar por obligación y empiezas a follar por curiosidad, por deseo, por juego.
Hay quien me dice que los fetiches “dividen”, que hay prácticas demasiado “fuertes”.
Yo no lo creo. Lo que divide es la falta de respeto.
Si alguien te propone algo que no te apetece, basta con decir “no”. Pero eso no convierte a esa persona en un bicho raro. Simplemente tiene un mapa del placer distinto al tuyo.
Y quién sabe, quizá si un día decides probar su camino, descubres algo que te sorprende.
Lo importante es no cerrarse. No mirar por encima del hombro lo que no entiendes.
Porque el deseo es amplio, y el sexo, cuando se vive sin prejuicios, tiene infinitas formas de placer.
Yo seguiré defendiendo mis fetiches sin pudor.
Seguiré disfrutando del sexo oral como si fuera un arte, porque para mí lo es.
Seguiré explorando, lamiendo, mordiendo, descubriendo.
Porque el cuerpo humano es un territorio inmenso, y limitarse por miedo al qué dirán me parece perderse lo mejor.
Cada cuerpo tiene su sabor, su olor, su forma de pedir.
Y cada persona tiene sus pequeñas obsesiones.
Reconocerlas, aceptarlas y compartirlas sin vergüenza es lo que hace que el sexo sea de verdad.
Así que ya sabes: si tienes un fetiche, vívelo. Si te proponen algo que no te gusta, dilo. Pero no te asustes, no juzgues.
Porque todo lo que se hace con placer, respeto y consentimiento es válido.
Y quién sabe…
Quizá ese fetiche que hoy te parece demasiado, mañana sea lo que más te encienda.