Mamada por mensaje

Las imágenes de las portadas son creaciones generadas por inteligencia artificial. No hay rostros reales aquí, solo representaciones de recuerdos que sí lo fueron.
Nunca pensé que una simple historia de Instagram pudiera cambiar el rumbo de una noche de insomnio. Eran más de las dos de la madrugada y llevaba horas dando vueltas en la cama. Al final, cogí el móvil y subí una foto cualquiera con el texto: “Insomnio modo on”. Nada planeado, solo la necesidad de matar el tiempo y sentir que no estaba solo en ese desvelo.
No pasaron ni diez minutos cuando me apareció un mensaje directo. Era Laura. La conocía de vista, habíamos coincidido en el instituto y alguna vez nos habíamos cruzado por el pueblo, pero nunca habíamos hablado más allá de un “hola” por la calle. Me sorprendió verla escribiéndome a esas horas.
—¿Tú también con insomnio? —decía su primer mensaje—. Ya somos dos.
Sonreí. Era lo típico, pero me sacó de la monotonía de la noche. Contesté enseguida, y empezamos a intercambiar mensajes sobre lo jodido que era no poder dormir, sobre las vueltas en la cama, los pensamientos que no te dejan en paz. A los pocos minutos estábamos compartiendo memes absurdos, riéndonos de cualquier tontería como si fuéramos adolescentes matando el aburrimiento.
La charla empezó ligera, casi inocente. Insomnio, memes compartidos, la típica queja de que las noches parecían eternas cuando el cuerpo se negaba a rendirse. Entre bromas y mensajes, la conversación fue tomando un giro más personal.
—¿Qué tal con tu chica? —preguntó de pronto, sin rodeos, como si hubiera estado guardándose la curiosidad desde hacía rato.
Me quedé mirando la pantalla un segundo antes de responder.
—Mal… lo hemos dejado hace una semana.
Tardó en contestar. Podía imaginarla con el móvil en la mano, mordiendo el labio, pensando si había metido la pata.
—Joder… lo siento. No quería incomodarte.
—Tranquila, no pasa nada. —le escribí, queriendo cortar de raíz cualquier tono dramático.
Hubo un silencio extraño, como si algo se estuviera cocinando al otro lado. Entonces llegó:
—Bueno… entonces tenemos que quedar un día.
Aquello me arrancó una sonrisa. El tono había cambiado, lo sentía en sus palabras.
—Me encantaría —le respondí—, pero quiero ser sincero contigo. Ahora mismo no estoy preparado para meterme en una relación.
Ahí pensé que la charla se quedaría en algo inocente, que quedarnos sería solo un café o una charla de madrugada. Pero no. Su siguiente mensaje atravesó la pantalla como un disparo:
—Y… ¿quedar para una mamada?
Me quedé inmóvil, los dedos suspendidos sobre el teclado. Era tan crudo, tan inesperado, que tuve que releerlo varias veces. La tibia conversación sobre insomnio había dado un giro brutal.
Respiré hondo, saboreando la electricidad que me recorría el cuerpo. Y jugué mi carta.
—Joder… claro que sí. Aunque con una condición.
—¿Cuál?
—Que me dejes devolverte el favor. Yo también quiero comerte el coño.
Tardó apenas unos segundos en contestar, pero a mí me parecieron eternos.
—Trato hecho.
Apagué la pantalla, pero no conseguía apartar esa frase de mi cabeza. Quedar para una mamada. Era tan directo que parecía un sueño húmedo, algo que contarías entre amigos como una fantasía imposible. Y, sin embargo, estaba ahí, en negro sobre blanco, escrito por ella.
El resto de la noche fue un suplicio. Me tumbé en la cama, pero en vez de dormir me quedé mirando el techo, con la polla dura solo de imaginarlo: sus labios rodeándome, su mirada fija mientras lo hacía, el sabor de su coño entre mis labios después. Cada vez que cerraba los ojos, la escena se repetía con más detalle, más nítida.
Al día siguiente nos volvimos a escribir. El tono ya no era el mismo, no podía serlo. No había más máscaras de conversación aburrida ni excusas de insomnio. Había intención, hambre contenida.
—¿Y cuándo lo hacemos? —pregunté, directo.
Su respuesta fue rápida, casi ansiosa:
—Mañana por la tarde.
Un cosquilleo me recorrió el cuerpo.
—¿Dónde?
—En el coche, ¿no? —añadió con naturalidad—. Yo conozco un sitio tranquilo.
Ese detalle me arrancó una sonrisa. No buscaba rodeos, no había dudas. Ella también lo quería.
Pasé todo el día siguiente con la mente en llamas. No podía concentrarme en nada: ni en el trabajo, ni en comer, ni siquiera en las conversaciones triviales con amigos. Todo lo que veía parecía llevarme al mismo pensamiento. Mañana, su boca. Mañana, sus piernas abiertas para mí.
Cuando por fin llegó la hora, estaba más nervioso que en cualquier cita formal que hubiera tenido en mi vida. Cogí las llaves del coche con las manos ligeramente sudadas, revisé dos veces si llevaba condones en la guantera, aunque aún no estaba seguro de si acabaríamos follando. Ella había dicho “mamada”, pero en el fondo intuía que aquello podía desbordarse.
El móvil vibró: “Estoy lista.”
No dudé en responder. Pásame ubicación, voy a por ti.
Me pasó la dirección y en menos de diez minutos ya estaba frente a su casa. El corazón me golpeaba en el pecho con una mezcla de ansiedad y morbo, esa sensación de estar a punto de hacer algo prohibido y delicioso.
La vi salir. Un pantalón vaquero ajustado, una blusa blanca suelta que dejaba adivinar sus formas, el pelo oscuro recogido de cualquier manera. Llevaba una sonrisa nerviosa que me hizo pensar que estaba igual de acelerada que yo.
Se subió rápido al coche, cerró la puerta y nos miramos apenas un segundo, el tiempo suficiente para notar el ambiente cargado. No había besos de saludo, ni abrazos, ni charlas de cortesía. Solo esa electricidad contenida que convertía cada gesto en una invitación.
—¿Vamos? —preguntó, jugueteando con el cinturón de seguridad.
Arranqué sin decir nada, siguiendo sus indicaciones hacia las afueras del pueblo. El silencio del coche no era incómodo, era expectante. Ella miraba por la ventana, pero la notaba removiéndose, como si quisiera acortar el trayecto. Yo, con las manos tensas en el volante, apenas podía pensar en otra cosa que en tenerla de rodillas en el asiento de atrás.
—Es por aquí —indicó finalmente, señalando un camino de tierra que se abría entre los árboles. Me metí despacio, las ruedas crujían sobre la grava mientras la luz del sol se filtraba a ráfagas entre las ramas.
Cuando aparqué en un rincón más apartado, el silencio fue aún más intenso. Nos quedamos quietos unos segundos, escuchando el tic-tic del motor enfriándose, como si el coche también supiera lo que estaba a punto de ocurrir.
Giré la cabeza hacia ella. Su respiración era rápida, los labios húmedos, los ojos brillando en la penumbra del interior.
—Bueno… —dijo, con una media sonrisa que era puro desafío—. ¿Aquí?
—Aquí —respondí, mi voz ronca, cargada de lo inevitable.
—Pues… mejor atrás, ¿no? —sugerí, rompiendo el silencio, con una sonrisa ladeada.
—Sí… más cómodo —contestó ella, con un deje de nervios en la voz.
Los dos teníamos apenas 21 años. Esa mezcla de juventud y deseo hacía que cada movimiento se sintiera más grande de lo que era. Aún con las hormonas a flor de piel, había también cierta inocencia, esa torpeza excitante que te recuerda que todo es real, que no estás en un guion, sino improvisando con alguien que también está descubriendo contigo.
Salimos del asiento delantero casi al mismo tiempo y nos movimos hacia atrás. Cerramos las puertas de golpe, como si así selláramos nuestra pequeña cápsula de intimidad.
Nos quedamos uno frente al otro, sentados con un espacio de por medio, riendo nerviosos sin saber exactamente qué hacer. El coche olía a mezcla de perfume barato, a la tela caliente de los asientos y a la tensión de nuestros cuerpos.
—Joder, esto es raro —soltó, mordiendo el labio, apartando la mirada un segundo.
—Un poco —admití, encogiéndome de hombros—. Pero raro en plan… excitante.
Ella giró de nuevo la cabeza hacia mí. La blusa blanca se le había escurrido un poco del hombro, y en esa penumbra entre los árboles parecía casi planeado. Notaba cómo el aire se volvía más espeso, más difícil de respirar.
No nos lanzamos de golpe. Había timidez, esa especie de juego silencioso de “a ver quién se atreve primero”. Yo me pasaba la mano por el muslo, incapaz de estar quieto, y ella se reía por lo bajo, como si sintiera exactamente lo mismo.
El momento estaba ahí, a medio paso de estallar.
La luz de la tarde se colaba por los cristales del coche, iluminando nuestras caras y dejando la timidez más expuesta que nunca. El silencio era espeso, interrumpido apenas por algún coche lejano que pasaba por la carretera principal.
Me incliné hacia ella y la besé. Fue un roce suave, sin lengua, apenas un contacto de labios que duró un segundo antes de apartarme.
—¿Qué tal? —pregunté, con media sonrisa, notando mi propia voz temblar un poco.
—Muy bien… —respondió, bajando la mirada un instante, antes de volver a alzarla con un brillo tímido en los ojos.
Nos miramos unos segundos más y volvimos a besarnos. Esta vez con menos miedo, con más hambre. Su lengua rozó la mía y ahí explotó algo dentro de mí. El beso se hizo húmedo, torpe y delicioso. Ella se aferraba a mi camiseta como si temiera que me apartara, mientras yo le acariciaba la mejilla con la yema de los dedos.
El calor subía, las respiraciones se mezclaban, pero había algo más que necesitaba. Me separé un poco, mirándola fijamente.
—Oye… —dije, bajando la voz, casi ronco—. ¿Y lo de la mamada?
Ella se quedó quieta un segundo, con los labios aún brillantes y húmedos del beso. Luego sonrió, con esa mezcla de nervios y picardía que me hizo temblar.
—Cuando quieras… —susurró, y esas dos palabras me atravesaron como un disparo.
No hizo falta que dijera nada más. Con un movimiento tímido, se acomodó de rodillas en el asiento, girada hacia mí. Su mano temblaba apenas al posarse en mi muslo, avanzando hasta el botón de mi pantalón.
Me miró rápido, como pidiendo permiso sin atreverse a ponerlo en palabras. Yo asentí con una sonrisa, dándole ese empujón que necesitaba. Bajó la cremallera, tiró del vaquero y del calzoncillo, y mi polla, dura desde hacía rato, quedó expuesta ante sus ojos. Se le escapó una risita nerviosa, mezcla de sorpresa y vergüenza, y entonces bajó la cabeza.
El primer contacto de su boca fue torpe, poco profundo, pero el calor húmedo me arrancó un jadeo inmediato. Ella se acomodó mejor, chupando la punta con inseguridad, tanteando, probando. No tenía la técnica depurada de alguien con experiencia, pero compensaba cada torpeza con unas ganas brutales, con ese entusiasmo desbordado que lo hacía todo más excitante.
Su lengua se movía nerviosa, recorriendo malamente la base, volviendo arriba para lamer con ansia, como si quisiera descubrir en tiempo real qué era lo que más me gustaba. Yo le acariciaba el pelo, dándole confianza, notando cómo poco a poco cogía ritmo y se atrevía a metérsela más.
El coche se llenaba del sonido húmedo de su boca y mis gemidos cortos, cada vez más tensos, mientras ella, entre torpezas, lograba algo que me tenía al borde: hacerme sentir que lo estaba dando todo, aunque no supiera del todo cómo.
El coche crujía levemente con nuestros movimientos, y el aire dentro se volvió más denso, cargado de respiración entrecortada y jadeos. Laura me la chupaba con una mezcla de torpeza y hambre que me tenía hipnotizado. A veces se atragantaba un poco, apartaba la boca y volvía a bajar, dejando un hilo brillante de saliva que caía hasta mi base. Cada error la hacía reír nerviosa un segundo, pero en lugar de detenerse, redoblaba el esfuerzo, como si quisiera demostrar que podía hacerlo mejor. Esa inexperiencia, esa manera de lanzarse sin manual de instrucciones, era puro morbo.
—Joder, Laura… —murmuré, acariciando su pelo y guiando suavemente su cabeza.
Ella levantó la vista un instante, con los labios rodeando la mitad de mi polla, y esa mirada me atravesó. No había seguridad, había deseo crudo, la entrega de alguien que quería demostrar lo mucho que lo deseaba.
Me dejé llevar por la sensación y, al mismo tiempo, mis manos buscaron lo suyo. Una bajó instintivamente hasta el borde de su pantalón vaquero. Desabroché el botón con calma, notando cómo su cuerpo se tensaba, aunque no se apartó ni un milímetro de mi polla. Tiré un poco de la tela hacia abajo y deslicé la mano por detrás, colándola por la cinturilla hasta encontrar la redondez cálida y generosa de su culo.
El contacto fue eléctrico. Bajo mis dedos descubrí la fina tela de un tanga blanco que se perdía entre sus nalgas. Pasé la palma entera, apretando la curva, notando la blandura y firmeza mezcladas. El contraste entre su boca torpe, tragándome con esfuerzo, y la suavidad de su culo bajo mi mano me puso a mil.
Laura gimió bajito con la boca llena, un sonido ahogado que vibró en mi polla.
Con la mano bien asentada en su culo, deslicé los dedos hasta enganchar la tela del tanga y apartarla apenas un poco, lo justo para encontrar la ranura caliente que escondía. Mi dedo se hundió entre sus nalgas, rozando su ano apretado por encima, húmedo de calor natural, y un escalofrío me recorrió entero.
No pude evitar llevarme la mano a la nariz, oliendo ese aroma crudo, excitante, tan suyo. Un olor a piel, a sudor leve, a sexo contenido. Ese “olor a verdad” que me ponía más duro todavía.
Volví a colar los dedos, ahora hacia adelante, rozando sus labios hinchados y mojados bajo la tela. La yema se deslizó fácilmente, empapándose enseguida. Me llevé de nuevo los dedos a la nariz, probándolos en mis labios, dejando que el sabor ácido y dulzón de su coño me encendiera aún más.
Laura se tensó apenas, interrumpiendo la mamada para soltar un jadeo, pero enseguida volvió a bajarse sobre mi polla, más rápida, más sucia. Al mismo tiempo, como si el roce de mis manos la hubiera obligado a sincerarse, se incorporó un instante, con el pecho agitado y el rostro encendido.
—Así no… —susurró entre risas nerviosas.
Con un movimiento rápido, se bajó los vaqueros hasta los tobillos, dejándolos caer en el suelo del coche. Se acomodó otra vez sobre mí, de rodillas, el tanga blanco ahora mucho más expuesto entre sus muslos. Apenas me dio tiempo a admirar la curva de su culo semidesnudo antes de que volviera a inclinarse hacia adelante, retomando la mamada con más hambre que antes, como si el quitarse la ropa le hubiera dado permiso para soltarse del todo.
El vaivén húmedo de su boca me tenía hipnotizado, pero mi mano seguía explorando. Volví a apartar la tela del tanga y esta vez fui más abajo, más decidido. Pasé por la ranura húmeda de su coño, jugueteando apenas un segundo, y luego presioné directamente contra su ano.
Laura se estremeció, soltando un gemido ahogado alrededor de mi polla. No se apartó, no protestó; al contrario, arqueó un poco la espalda, como ofreciéndomelo.
Humedecí el dedo en mi boca y lo volví a colocar allí, empujando lentamente hasta sentir cómo su anillo se abría, caliente y estrecho. Su respiración se aceleró al instante.
—¿Te gusta? —pregunté, con la voz rota.
Separó la boca apenas un instante para jadear:
—Sí… pero prefiero en el coño.
Sonreí. No discutí, no avisé. Simplemente me dejé caer hacia atrás en el asiento, guiándola suavemente conmigo. Ella lo entendió enseguida: levantó un poco las caderas, se acomodó dándome la espalda y se inclinó de nuevo sobre mi polla, tragándosela con ansias mientras abría las piernas. El tanga blanco se tensó sobre su sexo húmedo, pegado como una segunda piel, y desde mi ángulo podía ver cómo brillaba su coño empapado bajo la tela.
Me deslicé entre sus muslos, acercando mi boca, y cuando mi lengua se posó en la delgada barrera de encaje que cubría su coño y su culo, la escuché jadear fuerte, con mi polla todavía dentro de su boca.
Mi lengua recorrió la fina tela del tanga, húmeda y tibia, y el sabor ya se filtraba a través de la fibra: salado, intenso, inconfundible. Su coño y su culo me llamaban aunque aún estuvieran ocultos.
Laura gimió contra mi polla, hundiéndosela más hondo, tragándosela hasta la base como si quisiera compensar cada lamida que yo le daba. La sostuve de las caderas, presionándola contra mi boca, disfrutando de la fricción de esa tela mojada entre mi lengua y su piel.
No aguanté más. Enganché un dedo en el lateral del tanga y lo aparté hacia un lado, dejando al descubierto todo lo que quería: su coño húmedo y abierto, y el pequeño y oscuro nudo de su ano, brillante por el calor de su excitación. No estaba depilada, pero tampoco descuidada. Había un vello suave, como de varias semanas desde la última vez que se había afeitado: lo justo para darle un aspecto salvajemente morboso, sin pinchar, sedoso al tacto, enmarcando tanto su coño como su culo.
El olor me golpeó de inmediato, crudo y natural, mezcla de sudor, flujo y ese perfume íntimo que solo puede venir de ahí. Gemí contra ella, embriagado por ese aroma. Pasé la lengua directamente por toda su raja, desde el clítoris hinchado hasta el ano, lamiendo sin miramientos, sintiendo cómo los pelitos se humedecían bajo mi boca.
Ella se atragantó un instante con mi polla, pero en vez de apartarse gimió más fuerte, con la garganta vibrando alrededor de mí.
—Joder, Laura… —murmuré entre lamidas, hundiéndome en su sabor, su textura, ese contraste entre lo húmedo y lo áspero del vello suave bajo mi lengua.
Su culo se movía sobre mi cara, ofreciéndose más y más, mientras sus labios chupaban con desesperación, como si quisiéramos devorarnos el uno al otro al mismo tiempo.
Laura se aferraba a mi polla como si quisiera vaciarme con la boca, pero al mismo tiempo no dejaba de moverse sobre mi cara. Su coño chorreaba, escurriendo humedad que me empapaba la barbilla, y cada vez que mi lengua se hundía más abajo, hasta rozar su ano, un gemido ahogado se escapaba de su garganta. Sentía el cosquilleo de sus vibraciones alrededor de mi polla, como si su placer se filtrara directamente en mí.
No me limité a lamer. Abrí la boca y succioné, saboreando todo: el jugo de su coño, el calor de su ano, el roce suave de ese vello húmedo que se pegaba a mi lengua. Me excitaba el contraste, lo natural, lo prohibido. Cada vez que mi lengua rozaba la arruga apretada de su culo, Laura se tensaba, soltando un quejido ronco y breve que me volvía loco.
Mis manos la sujetaban por las nalgas, separándolas para poder hundirme aún más. La carne caliente y firme se extendía entre mis dedos, y yo alternaba: un lametón largo desde el coño hasta el ano, luego círculos lentos en el clítoris, luego de nuevo esa zona oscura y excitante. Era como probarlo todo a la vez, como tener un festín en mi boca.
Ella no se quedaba quieta. Cada gemido suyo la hacía moverse más, como buscando hundirse aún más en mi cara. Me apretaba con las rodillas a los lados de mi cabeza, ahogándome en su olor, ese olor tan suyo, mezcla de sexo fresco, sudor ligero y el dulzor almizclado de sus jugos.
Yo gemía contra ella, y eso parecía volverla loca. Se la metió hasta el fondo, tragándosela hasta que sentí su garganta apretada alrededor de mí. Sus uñas arañaron mis muslos, marcando mi piel mientras se dejaba llevar, mientras nuestros cuerpos parecían querer fundirse en ese vaivén desesperado.
Abrí los ojos y la miré: su culo húmedo y brillante estaba a centímetros de mi cara, el vello mojado pegado a su piel, los pliegues abiertos, ofreciéndomelo todo. Ese cuadro era suficiente para hacerme perder la cabeza.
No podía más. Entre el sabor intenso de su coño y su culo empapado en mi boca y la manera en que me tragaba la polla sin descanso, sentí que estaba al borde de correrme en cualquier momento. La aparté suavemente, jadeando, con la cara brillante de sus fluidos.
—¿Entonces… cómo vamos a terminar? —pregunté, con la respiración entrecortada.
Laura se pasó la lengua por los labios, tragando saliva, con los ojos brillantes y el pecho subiendo y bajando a toda velocidad. Se quedó un segundo en silencio, como dudando, hasta que lanzó la pregunta que me disparó la sangre.
—¿Tienes condón?
Asentí, aún sin aliento. —Sí, en la guantera.
Ella sonrió, traviesa, como si acabara de cruzar un límite. —Entonces fóllame.
Me incliné hacia delante, abrí la guantera con manos temblorosas y saqué el sobre de látex. El crujido al rasgarlo me sonó amplificado, como si todo el coche lo escuchara.
Laura me miraba fijamente, mordiéndose el labio, con el tanga aún en su sitio, corrido a un lado tras el 69. Me acarició el pecho mientras yo me desenrollaba el condón, torpe, teniendo que recolocarlo dos veces hasta que quedó bien puesto.
—Nunca pensé que iba a hacer esto en un coche —susurró con una risita nerviosa, que se le escapó entre la excitación y la vergüenza.
—Ni yo —admití, antes de que se inclinara para besarme con fuerza.
De un brinco, se subió a horcajadas sobre mí. Sentí el calor de su coño rozando la goma antes de que, sin apenas dudar, se dejara caer despacio, tragándosela entera con un gemido ahogado. Sus manos se apoyaban en mis hombros, sus tetas rebotaban a centímetros de mi cara.
La primera embestida fue torpe, poco rítmica, pero jodidamente morbosa. Sus caderas se movían con una mezcla de inseguridad y hambre, como si no supiera bien cómo hacerlo pero quisiera darlo todo igualmente.
—Joder… —jadeé, agarrándola de las caderas para guiarla, sintiendo cómo su coño apretaba la polla envuelta en el condón.
Ella cerró los ojos, inclinando la cabeza hacia atrás, disfrutando aunque se le escaparan risitas nerviosas entre gemidos.
Al principio sus movimientos eran torpes, como si buscara encontrar el compás, pero pronto empezó a soltarse. Mis manos en sus caderas la guiaban, y cada vez que bajaba con fuerza, un gruñido me escapaba del pecho. El coche entero crujía bajo nosotros, su respiración se mezclaba con la mía, y el aire empezaba a oler a sexo.
De repente se detuvo. Pensé que se había cansado, pero no: me miró con una sonrisa traviesa, se mordió el labio y, con una agilidad sorprendente en el espacio reducido, se giró dándome la espalda.
—Ahora quiero así… —susurró, y sin más se acomodó sobre mí otra vez.
Corrió el tanga a un lado con un movimiento rápido y volvió a hundirse en mi polla de golpe, regalándome un gemido ahogado al sentirlo todo dentro.
La vista era hipnótica: su espalda arqueada, su melena negra cayendo hacia delante y, sobre todo, ese culo grande y redondo que se alzaba sobre mí con cada sentón. Rebotaba contra mi vientre con un sonido húmedo y sucio, cada embestida más fuerte que la anterior.
Yo apretaba sus caderas con fuerza, clavando los dedos en su carne, mientras ella se empujaba hacia abajo con avidez, como si quisiera tragársela entera en cada movimiento.
El coche temblaba con nosotros, las ventanillas se iban empañando aunque aún era pleno día, y yo solo podía dejarme llevar, jadeando con la boca abierta mientras sus nalgas me golpeaban una y otra vez.
El ritmo se volvió frenético. Cada vez que bajaba con fuerza, su culo me chocaba con un plaf húmedo que retumbaba en el coche como un metrónomo obsceno. El sonido se mezclaba con nuestros jadeos, con el chirrido de los muelles del asiento, con el golpeteo desesperado de mi corazón.
—Joder… así… —gruñí entre dientes, apretando sus caderas.
Ella soltó una risita entrecortada, moviéndose aún más rápido, hasta que sus pechos rebotaban bajo la blusa a cada sentada y yo tuve que contenerme para no correrme ahí mismo.
De pronto se detuvo, respirando agitada. Se inclinó hacia delante, todavía con mi polla enterrada en su interior, y giró la cabeza apenas lo justo para mirarme por encima del hombro. Tenía las mejillas encendidas, los labios entreabiertos, la piel perlada de sudor.
—Ahora… quiero que seas tú el que me folle. —Su voz salió ronca, suplicante.
Se apartó con un movimiento lento, dejándome la polla brillante y dura, palpitando con ganas. Luego se deslizó hasta el otro extremo del asiento trasero, tumbándose boca arriba con las piernas abiertas y el tanga a un lado, la invitación más descarada que jamás había visto.
No necesité más. Me incliné sobre ella, encajando mi cuerpo entre sus muslos, y la penetré de un solo empujón, profundo y directo. El coche se llenó con un grito suyo y un gemido mío.
La follé con fuerza, sujetando sus caderas contra el asiento para no darle tregua. Ella me envolvía con las piernas, tirando de mí hacia dentro, como si quisiera fundirse conmigo. Nuestros labios se encontraron en besos húmedos, desesperados, entrecortados por jadeos y gemidos.
La tensión nos tenía atrapados. Sentía cómo su cuerpo empezaba a temblar, cómo su interior se contraía en oleadas cada vez más rápidas. El momento se acercaba, y lo supe por la forma en que sus uñas se hundían en mi espalda y por cómo su mirada se perdía bajo los párpados.
—Me corro… —susurró, casi sin voz.
—Yo también… joder, yo también…
Y nos dejamos ir. Su orgasmo explotó con un gemido roto, y el mío lo acompañó en una descarga ardiente que me hizo estremecer entero. Seguimos moviéndonos unos segundos más, atrapados en esa ola compartida, hasta que la intensidad nos venció y caí sobre ella, jadeando.
El asiento del coche estaba empapado bajo nosotros, una mezcla de su humedad y mi sudor. El aire olía a sexo crudo, a piel caliente y a fluidos derramados. Permanecimos abrazados un instante, escuchando solo nuestra respiración.
Nos quedamos tumbados unos segundos, todavía entrelazados, con el pecho subiendo y bajando al mismo compás. El silencio en el coche era tan denso como el olor a sexo que impregnaba el aire. Reímos sin fuerzas, nerviosos, como dos críos que habían hecho una travesura imposible de ocultar.
Me incorporé apenas para quitarme el condón, lo até y lo dejé a un lado en el suelo. Ella se subió el tanga con un gesto rápido, sonrojada pero con una sonrisa satisfecha que no podía disimular.
—Madre mía… —murmuró, mirando el asiento húmedo bajo ella.
—Sí… creo que este coche ya nunca va a oler igual —contesté, provocando otra risa entrecortada.
Nos vestimos como pudimos, todavía sudados y con las manos torpes. Cuando volví al asiento del conductor, ella me miró de reojo, con esa mezcla de vergüenza y orgullo.
—A ver cómo nos miramos ahora cuando coincidamos por el pueblo… —dijo, mordiéndose el labio.
—Con una sonrisa cómplice, supongo —respondí.
Ella se rio, bajando la mirada.
—Eso sí. Aunque me va a costar no acordarme de… todo esto.
Arranqué el coche, y durante el trayecto de vuelta la conversación fue ligera, pero con ese morbo subyacente que sabía que nos perseguiría a partir de entonces. Nos despedimos con un beso rápido, casi tímido, en la entrada de su casa.
Cuando me marché, con el corazón aún acelerado, supe que esa tarde quedaría grabada en mi memoria: una historia inocente en Instagram, una propuesta tan directa como inesperada, y un asiento de coche convertido en escenario de un secreto que solo nosotros compartíamos.