Cincuenta y caliente

Las imágenes de las portadas son creaciones generadas por inteligencia artificial. No hay rostros reales aquí, solo representaciones de recuerdos que sí lo fueron.
Me uní al grupo de Facebook una tarde cualquiera, casi por curiosidad. Era un espacio para gente liberal, donde las presentaciones se mezclaban con fotos insinuantes y mensajes cargados de promesas. No llevaba ni dos días cuando apareció su nombre en mi bandeja de entrada: Marisa.
Su primer mensaje era breve, casi formal:
—He leído tu presentación.
Contesté con educación, sin esperar demasiado. Ella respondió de nuevo, esta vez con algo más personal:
—Hace años que no estoy con nadie.
Sus palabras eran simples, pero tenían un peso distinto. No era la típica entrada morbosa que me había esperado en un grupo así. Había confesión, y también una grieta por donde se asomaba algo más. Le dije que no pasaba nada, que no tenía prisa, que lo importante era la conexión. Fue entonces cuando llegó la tercera frase, la que encendió la chispa:
—Pensé que eras mayor.
Le contesté de inmediato:
—Tengo 28. Si eso te incomoda, lo dejamos aquí mismo.
Tardó en responder. Podía imaginarla, con el móvil en la mano, dudando si seguir o cortar de raíz. Cuando por fin apareció su mensaje, sentí la descarga de la verdad sin filtros:
—Ese es el problema. No me incomoda. Me da morbo. Y me da vergüenza admitirlo.
Sonreí, no por burla, sino porque ahí estaba: la puerta abierta, el inicio de algo que los dos sabíamos hacia dónde podía ir.
Su sinceridad fue un golpe directo a mi imaginación. No quise dejar pasar la oportunidad de profundizar en esa grieta que ella misma había abierto.
—No deberías sentir vergüenza —le escribí—. El deseo no entiende de edades.
Pasaron unos segundos, y entonces apareció su respuesta:
—Lo dices porque eres joven. Para mí es distinto… hace más de diez años que no tengo nada con un hombre.
La confesión me encendió aún más. Me la imaginé sola en su casa, con ese cuerpo maduro escondido bajo la ropa, dudando entre la culpa y el morbo.
—Eso solo significa que alguien tiene una deuda contigo —contesté—. Y yo soy muy bueno pagando deudas.
Tardó menos en contestar esa vez:
—No deberías hablarme así… me haces pensar cosas.
—Dime qué piensas —la provoqué.
El silencio se alargó, y cuando llegó su mensaje, fue como si lo hubiera escrito con las mejillas encendidas:
—Pienso en lo que sería tener tu boca entre mis piernas. En lo que sería volver a sentir una polla dentro de mí.
Me mordí el labio mientras leía, saboreando la mezcla de pudor y desinhibición que la hacían tan irresistible. Decidí dar un paso más:
—Mándame una foto. Quiero imaginarlo mejor.
Se resistió un poco, con un par de mensajes llenos de dudas y emoticonos nerviosos, pero al final la notificación apareció en mi pantalla. Era ella, de pie frente al espejo, en ropa interior negra. El sujetador tensaba sus pechos generosos y la braguita se hundía en las curvas plenas de sus caderas. No había poses forzadas ni filtros: era real, cruda, morbosa.
—No sé por qué te la mando… —escribió después—. Supongo que porque me excita la idea de que me veas.
—Mejor aún —le respondí—. Me excita la idea de que pronto te toque.
Después de enviarme aquella primera foto, noté cómo algo había cambiado en ella. Como si al dar el paso ya no quisiera retroceder.
—No paro de pensar en lo que dirías si me tuvieras delante —me escribió.
—Te lo diría al oído mientras mis manos recorren cada curva de tu cuerpo —contesté.
El silencio se alargó. Imaginé su respiración al otro lado, dudando entre taparse o exponerse del todo. Luego, otra foto apareció en la pantalla. Esta vez, sin sujetador. Sus pechos enormes y maduros caían naturales, con pezones grandes y oscuros apuntando hacia mí como si supieran a dónde mirar.
—¿Así? —preguntó.
—Así, exactamente —respondí—. Perfecta para mi boca.
Ella tardó más en contestar, pero lo hizo con un torrente de sinceridad:
—Hace años que no dejo que nadie me vea así. Pero contigo… me siento otra vez como una cría, con el corazón a mil.
No quise dejar escapar la confesión.
—Entonces déjate llevar. Enséñame más.
Como obedeciendo, la siguiente imagen la mostró de espaldas, mirando al espejo por encima del hombro, con la braguita medio bajada. El encaje apenas cubría ya el comienzo de su culo generoso, ancho y provocador.
—Eres un peligro —escribió—. Nunca pensé que me desnudaría así para alguien de tu edad.
—No lo pienses —le dije—. Solo imagina mi lengua recorriéndote ahí mismo, mientras mis manos te separan y me haces rogarte que pare.
Su respuesta fue inmediata, como un suspiro escrito:
—Dios… me estoy tocando.
No podía dejar que solo ella se expusiera. Así que me levanté, bajé un poco el pantalón de chándal y me tomé una foto en el espejo, marcando la erección que ya me tensaba los bóxers.
—Para que no estés sola en esto —le escribí, acompañando la imagen.
La respuesta llegó enseguida:
—Joder… —solo eso, y después otra notificación—. No me esperaba que la tuvieras así.
—¿Así cómo? —la provoqué.
—Grande. Dura. Imponente. Nunca he estado con algo así.
Sonreí al leerlo. Me acomodé en la cama y decidí darle más. Bajé el bóxer y tomé otra foto, ahora con mi polla completamente al aire, gruesa, venosa, apuntando hacia la cámara.
—Esto es lo que vas a tener dentro cuando quedemos.
El mensaje quedó en visto unos segundos, y entonces apareció la reacción que buscaba:
—Dios santo… no sé si voy a poder con eso.
—Claro que vas a poder —le respondí—. Y lo vas a disfrutar.
Después llegó un audio suyo, apenas unos segundos, pero suficiente para ponerme más duro: era un gemido contenido, un susurro de placer real.
—Estoy tocándome mientras te escribo… —confesó después—. No paro de imaginarme tragándomela entera.
—Pues mándame una foto —le pedí.
Y obedeció. Una foto en la cama, desnuda ya por completo, con las piernas abiertas y los dedos brillando entre sus labios húmedos. El contraste entre la mujer madura que se sentía culpable y la que ahora se ofrecía sin filtros me volvió loco.
—Eres mía, Marisa. Lo sabes, ¿verdad?
—Soy tuya —contestó sin dudar—. Ven cuando quieras y demuéstramelo.
—No paro de pensar en cómo sería tenerte aquí ahora mismo —me escribió.
—Descríbelo —le pedí—. Quiero que me digas exactamente qué harías si me tuvieras delante.
Tardó un minuto en contestar, como si estuviera dudando si cruzar esa línea. Pero al final lo hizo:
—Te pondría de pie, me arrodillaría frente a ti y me metería tu polla en la boca sin pensarlo. Despacio al principio, y luego más hondo, hasta atragantarme. Quiero sentirla golpeando mi garganta.
Me mordí el labio y decidí subir aún más la temperatura:
—Te agarraría del pelo y te marcaría el ritmo. Tus ojos mirándome desde abajo, con la boca llena de mí. Y cuando estés con la cara hecha un desastre, te levantaría, te besaría y te tumbaría en la cama para comerte el coño como nadie lo ha hecho antes.
—Dios… —respondió—. Nadie me ha hablado nunca así.
—Porque nadie se ha atrevido a hacerte todo lo que mereces.
Su siguiente mensaje fue otra confesión:
—Me gusta que me coman el culo. ¿Lo harías?
—Me volvería loco haciéndolo —contesté de inmediato—. Te pondría a cuatro patas, separaría tus nalgas y pasaría la lengua de tu coño hasta ese nudo apretado que me vas a rogar que chupe más fuerte.
Ella envió un emoticono temblando y luego otro mensaje:
—Me estoy corriendo solo de leerte.
Decidí mandar otra foto, esta vez un vídeo corto. Mi polla dura en mi mano, deslizándome lentamente mientras le decía su nombre en susurros.
—Esto es lo que me provocas —escribí.
Su reacción fue inmediata:
—Joder… me encantas. Quiero sentir cada centímetro dentro de mí. Misionero, a cuatro, lo que quieras. Solo quiero corrérme contigo.
—Lo vas a tener todo —le aseguré—. Y voy a llenarte hasta que no puedas más.
Pasaron unos segundos antes de su respuesta final, la que selló lo inevitable:
—Ven mañana. Estaré sola. Te estaré esperando en mi habitación.
La noche anterior apenas dormí. Cada vez que cerraba los ojos veía sus fotos: sus pechos desnudos, su culo ofrecido al espejo, el brillo húmedo de su sexo abierto para mí. Me levantaba una y otra vez a beber agua, con la polla dura solo de pensar en lo que me esperaba.
Al día siguiente, las horas pasaron lentas, como si el reloj se burlara de mí. Me duché dos veces, repasé cada detalle frente al espejo, y cuando por fin salí hacia su casa, el corazón me golpeaba en el pecho como si estuviera cometiendo una travesura prohibida.
Marisa vivía en un piso modesto, en una calle tranquila. Subí las escaleras con las piernas tensas, y cuando ella abrió la puerta, supe que todo lo que habíamos hablado en los mensajes no era suficiente para describir el hambre en sus ojos.
No hubo preámbulos. Apenas un “hola” susurró, y enseguida me indicó con un gesto dónde estaba su habitación. Caminé detrás de ella, hipnotizado por el vaivén de sus caderas anchas apretadas en los leggins. El aire de la casa olía limpio, con un toque de colonia suave, pero lo que más me embriagaba era el perfume cálido de su piel.
La habitación era luminosa, con las ventanas abiertas dejando entrar la brisa de la tarde. Una cortina blanca ondeaba suavemente, apenas ocultándonos del mundo exterior. Apenas crucé el umbral, Marisa se agarró el bajo de su camiseta ancha y la levantó sin titubeos, dejándola caer al suelo. No llevaba sujetador: sus pechos grandes y maduros quedaron al descubierto, con pezones duros que parecían esperarme. Se bajó los leggins lentamente, arrastrando con ellos un tanga negro que también dejó a un lado. Desnuda por completo, se quedó frente a mí, sin apartar la mirada, como retándome a ser yo el siguiente.
Sonreí, empecé a desvestirme también, despacio, mientras ella me observaba con una mezcla de nervios y ansias. Cuando me quedé en calzoncillos, vi cómo sus labios se curvaban en una sonrisa pícara. Dio un paso hacia mí y, con toda la naturalidad del mundo, se arrodilló frente a mí, esperando el momento de bajármelos ella misma.
De rodillas frente a mí, Marisa deslizó las manos por mis muslos, como tanteando un territorio que llevaba años sin explorar. Sus dedos jugaron un instante con el borde del elástico, mientras me miraba a los ojos con una mezcla de nervios y hambre. Sonreí y asentí apenas con la cabeza, dándole el permiso que no necesitaba.
Con un tirón lento, bajó mis calzoncillos. La tela rozó mis piernas y, al liberarse, mi polla saltó rígida, apuntando directamente a su cara.
—Dios mío… —susurró, llevándose una mano a la boca como si acabara de ver algo imposible.
Sus ojos se abrieron de par en par, recorriéndome desde la base hasta la punta, como si intentara memorizar cada detalle. Extendió una mano temblorosa y me rodeó con los dedos, probando el grosor, apretando con suavidad.
—Es… enorme —añadió, casi en un gemido.
—Es toda tuya —le dije con una sonrisa torcida.
Marisa bajó la mirada hacia mi polla y, con un suspiro, abrió los labios. Sacó la lengua y la pasó lentamente por la punta, recogiendo la primera gota transparente que ya me delataba. El contraste de su boca cálida me arrancó un gruñido. Luego, con un gesto decidido, me envolvió con sus labios y comenzó a chupar.
Sentí cómo se deslizaba centímetro a centímetro en su boca, sus labios ajustándose al contorno, su lengua acariciando la parte inferior con dedicación. Cuando la tuvo casi hasta la mitad, se retiró lentamente, mirándome desde abajo con una sonrisa húmeda en la comisura de sus labios.
—No recuerdo la última vez que hice esto —confesó—. Pero joder, lo estaba necesitando.
No le di tiempo a pensarlo demasiado. Acaricié su pelo, guiándola suavemente hacia adelante. Ella entendió de inmediato. Volvió a tragarme, esta vez más hondo, su garganta luchando un poco por acostumbrarse a la invasión. Su gemido vibró alrededor de mi polla, y yo lancé un gruñido gutural que llenó la habitación.
Marisa empezó a coger ritmo. Me chupaba con fuerza, marcando con los labios, y luego me envolvía con su lengua en círculos húmedos y desesperados. Cada tanto, se apartaba jadeando, con un hilo de saliva que caía por su barbilla y se perdía entre sus pechos enormes. Esa imagen me dejó a un paso de perder el control.
—Mírame —le ordené con voz ronca.
Levantó los ojos hacia mí, obediente, mientras mi polla desaparecía otra vez en su boca. La visión de su mirada oscura y húmeda, combinada con el calor de su garganta, era una escena que jamás olvidaría.
No tardé en marcar un ritmo más firme, sujetándola del pelo con ambas manos. No la forzaba, pero tampoco le daba tregua. Ella gemía cada vez que se la empujaba más hondo, y ese sonido resonaba directamente en mis entrañas.
Cuando la sentí atragantarse un poco, la saqué de golpe y ella respiró con fuerza, con las mejillas coloradas y un brillo salvaje en los ojos. Se limpió la saliva con el dorso de la mano, sonrió de forma descarada y dijo:
—Quiero más.
Marisa volvió a inclinarse hacia adelante, esta vez con menos dudas y más hambre. Me rodeó con una mano, apretando la base mientras con la otra acariciaba mis muslos. Su lengua se deslizó lenta, desde mis huevos hasta la punta, antes de tragársela otra vez con un gemido cargado de placer.
La sensación me arrancó un gruñido grave. Ella sonrió alrededor de mi polla, y sin dejar de succionarme, empezó a masajear mis huevos con delicadeza, como si supiera exactamente cómo volverme loco.
—Así… joder, así —murmuré, mientras mi cuerpo se tensaba bajo su boca.
El ritmo se volvió húmedo, obsceno, con el sonido de su garganta tragando y la saliva chorreando por su barbilla. Cada vez que se apartaba para respirar, dejaba un puente brillante que conectaba sus labios con la punta de mi polla. Y cada vez volvía a tragarme más rápido, más profundo, como si quisiera demostrarme que podía con todo.
Cuando empezó a mover la mano en sincronía con su boca, bombeándome mientras chupaba la cabeza con fuerza, estuve a punto de perderme. La sujeté del pelo con firmeza y la detuve, jadeando.
—Para. Si sigues así, me corro ya mismo.
Ella se lamió los labios, con una chispa traviesa en los ojos.
—Entonces hazme tuyo de otra forma.
La levanté tirando suavemente de su brazo, la besé con fuerza, saboreando la mezcla de saliva y excitación en su boca. Mi lengua buscó la suya con ansia, mientras mis manos recorrían su espalda hasta llegar al culo generoso que aún brillaba bajo la luz de la ventana. Con un empujón suave la guié hacia la cama, tumbándola en el borde.
Marisa se dejó caer sobre la cama, con el cuerpo relajado pero los ojos ardiendo de deseo. Su respiración era rápida, desordenada, y sus pechos enormes se mecían con cada jadeo, reclamando atención.
Me incliné sobre ella y la besé de nuevo, saboreando su boca como si fuera un anticipo de todo lo que iba a probar. Luego empecé a descender por su cuello, dejando un rastro de besos húmedos que la hicieron estremecerse. Me detuve en sus pezones grandes y oscuros, succionándolos con fuerza hasta escuchar un gemido ronco de su garganta.
—Tranquila —susurré contra su piel—. Ahora viene lo mejor.
Me deslicé hacia abajo, acariciando con mis manos sus caderas generosas. Ella abrió las piernas instintivamente, ofreciéndose sin reservas. Su sexo brillaba bajo la luz que se filtraba por la cortina: húmedo, palpitante, con un olor intenso que me golpeó al acercarme. Era el olor real de un coño excitado: una mezcla de sudor, flujo y piel caliente, el perfume crudo de lo prohibido. Aquel aroma me enloqueció.
Me agaché entre sus muslos y hundí la lengua de arriba abajo, desde su clítoris hasta el nudo apretado de su culo. El sabor era igual de intenso: salado, almizclado, el gusto auténtico de una mujer madura, limpia pero sin disfraz, como debía ser.
—¡Joder! —gritó, agarrando con fuerza las sábanas.
Separé sus labios con los dedos y empecé a recorrer su coño con la lengua, metiéndome dentro para saborear todo su jugo espeso. El calor y el olor me envolvían, empapándome la barbilla mientras ella gemía y empujaba sus caderas contra mi boca.
—Dios, cómo comes coño… —jadeó, con la voz rota de placer.
No paré. Rodeé su clítoris en círculos lentos, alternando con succiones firmes. Cada vez que apretaba los labios contra él, su cuerpo se arqueaba y un chorro de lubricación me bañaba la boca. El olor se intensificaba, más sucio, más embriagador, como un afrodisíaco brutal.
Luego bajé un poco más, separando sus nalgas con las manos y concentrándome en su ano. Tenía ese brillo húmedo natural, un “glaseado” perfecto que me hizo desearlo aún más. Pasé la lengua alrededor, dibujando círculos húmedos, oliéndolo y saboreándolo como lo que era: un culo de mujer madura, limpio pero con ese aroma inconfundible que me volvía loco.
Ella se retorció, cubriéndose la cara con las manos mientras gemía más fuerte, avergonzada y excitada al mismo tiempo.
—No… no puedo con esto… —susurró.
—Claro que puedes —contesté, y volví a alternar: lengua en su clítoris, un dedo explorando con suavidad su entrada estrecha.
Su cuerpo se tensó como un arco, un grito desgarrado escapó de su garganta, y sentí cómo se corría contra mi boca, empapándome con su orgasmo.
Me levanté de entre sus piernas con los labios y la barbilla brillando de sus jugos. Ella me miraba jadeando, todavía estremecida, con esa mezcla de incredulidad y hambre en los ojos. No esperó a que me moviera mucho: me agarró del brazo y tiró de mí hacia la cama, suplicante.
—Ahora fóllame… —dijo, con una voz ronca que no dejaba espacio a dudas.
Me incliné sobre ella, la besé con fuerza, dejando que probara en mis labios el sabor de su propio coño. Se mordió el labio, sonrió, y al mismo tiempo se arqueó bajo mi cuerpo, abriendo las piernas con desesperación.
—¿Tienes un condón? —pregunté, más por instinto que por convicción.
Su sonrisa fue pura picardía. Negó con la cabeza y me acarició la cara con la palma.
—Así… quiero sentirte de verdad.
Ese descaro me atravesó como un disparo. Bajé la mirada: allí estaba, abierta y húmeda, su coño palpitando, pidiendo mi polla. Me acomodé entre sus muslos, la polla dura y brillante aún por su saliva y su excitación. Su reacción fue inmediata: abrió los ojos de par en par y soltó una risa ahogada de asombro.
—Dios… pero… es enorme.
Me la acaricié un segundo frente a ella, rozando su entrada con la punta, haciendo que sus caderas se levantaran buscando más. Después me incliné sobre ella y la miré a los ojos.
—Te va a llenar como nunca antes —le susurré.
Alineé la cabeza contra su entrada y empujé despacio. El calor y la presión me envolvieron de inmediato. Marisa soltó un grito corto, agarrándome de los hombros, arqueando la espalda. Cada centímetro que entraba era una invasión que la obligaba a abrirse más, y sus uñas se clavaban en mí como si quisiera asegurarse de que no parara.
—¡Joder, sí… métela toda! —gimió, con la voz rota.
Me hundí por completo en ella, y los dos nos quedamos un instante quietos, respirando con dificultad, sintiendo la conexión más cruda y animal que puede existir entre dos personas.
Empecé a moverme lentamente, marcando un ritmo profundo, cada embestida hundiéndome hasta el fondo. Marisa gemía contra mi oído, sus pechos rebotaban contra mi pecho y sus uñas se clavaban en mi espalda. La sentía tan apretada, tan húmeda, que cada movimiento era un golpe de electricidad recorriéndome la columna.
—Dios… qué polla… —murmuraba entre gemidos, incapaz de contenerse.
La besé con fuerza, devorando su boca mientras aumentaba la cadencia. Mis caderas chocaban contra las suyas con un sonido húmedo y sucio que llenaba la habitación junto con sus jadeos.
—Mírame —le dije, separando apenas su rostro del mío.
Abrió los ojos, y la intensidad en su mirada me atravesó. Había lujuria, sí, pero también una especie de gratitud desesperada, como si llevara demasiado tiempo esperando exactamente ese momento.
Apreté más el ritmo, cada embestida haciéndola rebotar contra el colchón. Sus piernas se aferraban a mis caderas, clavando los talones en mí como si quisiera empalarse aún más. Yo me inclinaba sobre ella, besándole el cuello, chupándole los pezones uno tras otro, hasta que Marisa soltó un gemido más fuerte, el cuerpo temblando bajo el mío.
—Me corro… —jadeó, con la voz rota—. Me estoy corriendo…
Sentí cómo sus músculos internos me apretaban con violencia, contrayéndose a mi alrededor, ordeñando mi polla mientras ella gritaba ahogada en placer. Seguí follándola sin parar, con embestidas firmes y constantes, disfrutando de verla correrse bajo mí, sudorosa, con la boca abierta y los ojos cerrados.
—Así… así… no pares —suplicaba, con lágrimas de placer en las comisuras de los ojos.
La besé otra vez, y aunque mi polla palpitaba con fuerza, me contuve, saboreando la escena, prolongando ese clímax suyo todo lo posible.
Seguí empujando dentro de ella, un vaivén profundo y húmedo que la mantenía atrapada en un espasmo casi continuo. Sus paredes seguían palpitando alrededor de mi polla, aferrándose a mí como si no quisieran soltarme. Marisa me miraba con los ojos vidriosos, el pelo desordenado pegado a la frente por el sudor.
Me incliné y la besé de nuevo, esta vez lento, hambriento, saboreando el temblor de sus labios contra los míos. Ella me devolvió el beso con desesperación, mordiendo mi labio inferior, gimiendo dentro de mi boca.
—No sabes cuánto necesitaba esto… —susurró contra mi oreja, mientras sus uñas arañaban suavemente mi espalda, dejándome marcas de su entrega.
Mis embestidas se volvieron más rítmicas, profundas, como si quisiera grabar en su cuerpo cada segundo. El calor de su coño me envolvía por completo, y el sudor empezaba a resbalar por nuestras pieles, mezclándose en un perfume de sexo que impregnaba la habitación.
La miré a los ojos mientras seguía follándola, lento y fuerte, y ella me sostuvo la mirada, perdida en esa mezcla de placer y vulnerabilidad que solo aparece en los momentos más crudos.
Finalmente, apoyé la frente contra la suya, jadeando sobre sus labios entreabiertos.
—Quiero verte de otra forma… —murmuré, con la voz rota por el deseo.
Ella asintió de inmediato, como si hubiera estado esperando esas palabras. Abrió las piernas un poco más y me besó una última vez, larga y húmedamente, antes de susurrar contra mi boca:
—Dime cómo me quieres.
Me incorporé lentamente, saliendo de ella despacio, con un hilo brillante de su lubricación uniéndonos todavía. Marisa jadeó al sentir cómo mi polla la abandonaba, y me miró con el rostro encendido, la respiración entrecortada.
—Date la vuelta —le ordené, con un gruñido grave.
Ella obedeció sin dudar. Se giró sobre la cama y se puso a cuatro patas frente a mí. La visión me golpeó de lleno: su enorme culo ofrecido, las nalgas redondas y firmes separándose de forma natural, dejando a la vista la hendidura húmeda de su coño y el apretado nudo de su ano, brillantes bajo la tenue luz que entraba por la cortina blanca.
Me quedé unos segundos contemplándola, masturbándome lentamente, disfrutando del espectáculo. Ella, sin mirar atrás, arqueó la espalda y hundió la cara en la almohada, como si supiera exactamente qué efecto me estaba causando.
—¿Así? —preguntó con voz temblorosa, cargada de lujuria.
Me acerqué hasta que la punta de mi polla rozó sus labios hinchados y empapados. Le di un par de golpes suaves con la polla contra el coño y luego contra el ano, haciendo que soltara un gemido bajo, mitad súplica, mitad rendición.
—Perfecta —susurré, mientras con una mano le separaba las nalgas y con la otra guiaba mi polla hacia su entrada.
La penetré de nuevo con un movimiento largo y firme. Ella gritó, sus uñas arañando las sábanas mientras yo me enterraba hasta lo más profundo. La sensación era aún más intensa en esa postura: estrecha, húmeda, palpitante, como si su cuerpo entero estuviera diseñado para apretarme así.
—¡Joder, sí… así! —chilló, empujando las caderas hacia atrás para recibir más.
Mis manos se posaron en sus caderas anchas, marcando el ritmo, tirando de ella hacia mí con cada embestida. El sonido de nuestros cuerpos chocando era obsceno, húmedo, resonando por toda la habitación junto con sus gemidos cada vez más rotos.
Mis manos apretaban con firmeza sus caderas anchas, marcando un ritmo profundo y constante. Cada vez que la embestía, sus nalgas rebotaban contra mi pelvis con un sonido húmedo y sucio que llenaba la habitación. El eco de nuestros cuerpos chocando era obsceno, puro sexo.
Marisa gemía con la cara hundida en la almohada, pero pronto levantó la cabeza y gritó, su voz ronca y rota:
—¡Más… más fuerte!
Obedecí sin piedad. La agarré del pelo, tirando de su cabeza hacia atrás mientras hundía la polla hasta lo más hondo. Sus ojos se cerraron con fuerza, la boca abierta en un grito mudo, mientras su cuerpo entero se sacudía con cada arremetida.
—Mírate… —gruñí, inclinándome para hablarle al oído—. Con 50 años y estás temblando como una cría por esta polla.
Un gemido desgarrado fue su única respuesta. Sentía cómo su coño palpitaba, cada vez más húmedo, escurriéndose por mis muslos. Pasé un dedo rápido por su clítoris y su reacción fue inmediata: arqueó la espalda con violencia, sus nalgas temblaron y todo su cuerpo se contrajo alrededor de mí.
—¡Me corro! —gimió, la voz hecha pedazos.
Seguí follándola sin aflojar, cada embestida clavándola más en el colchón, prolongando su orgasmo hasta hacerla gritar y arañar las sábanas. Sus piernas se doblaron un poco, como si no pudiera sostenerse, pero la sujeté por la cintura para que no se desplomara.
La contemplaba rendida, con el culo ofrecido y húmedo, su coño goteando placer mientras me devoraba la polla sin descanso. Me humedecí un dedo con mi saliva y lo llevé despacio hacia su otra entrada. Rodeé su ano con caricias lentas, y al sentir el roce, Marisa gimió con un temblor casi eléctrico en todo su cuerpo.
—¿Quieres más? —le susurré entre jadeos, hundiendo un poco la yema contra ese punto tan íntimo.
Ella solo pudo asentir, con un gemido ronco, empujando las caderas hacia atrás. Aproveché y le metí el dedo poco a poco, follándole el culo mientras seguía clavándole la polla con fuerza en el coño. La sensación era brutal: su cuerpo temblaba sin control, atrapado entre la doble invasión, mientras mis embestidas marcaban un ritmo sucio y frenético.
—¡Me muero, me muero…! —gimió, arañando las sábanas, con la voz rota.
Sus paredes vaginales me apretaban como un puño, húmedas, calientes, ordeñando mi polla con cada movimiento. Yo me inclinaba sobre ella, jadeando en su cuello, sudoroso, golpeando su culo una y otra vez, sin darle respiro.
Sabía que estaba al límite. Yo también.
Mi polla entraba y salía de ella con un ritmo salvaje, mojada, resbalando en su coño empapado. Mi dedo seguía hundido en su culo, entrando y saliendo al compás de mis embestidas, dándole esa doble invasión que la volvía loca. Marisa gritaba contra la almohada, su voz ronca, rota, cada vez más descontrolada.
—¡Me corro otra vez… joder, me estoy corriendo otra vez! —soltó, arqueando la espalda con violencia.
Su cuerpo se sacudió bajo mí, las piernas temblorosas, las uñas arañando las sábanas mientras su coño se apretaba con una fuerza brutal alrededor de mi polla. Sentía cada contracción ordeñándome, succionando, intentando arrancarme la corrida, mientras sus gemidos se volvían un grito agudo y desesperado.
La sujeté fuerte de las caderas, manteniendo el ritmo, follándola sin descanso para prolongarle el orgasmo. Estaba completamente rendida, temblando, los muslos húmedos y brillantes de tanto flujo. La visión era un delirio: su culo abierto, su coño palpitando, su cuerpo cediendo a cada embestida.
Yo estaba al límite. Mi polla palpitaba con una urgencia insoportable, cada embestida más cerca del borde. Saqué el dedo de su culo y la agarré con ambas manos de las caderas, tirando de ella contra mí con fuerza, enterrándome hasta el fondo una y otra vez.
—¡Me corro dentro de ti! —gruñí, la voz ahogada en jadeos.
Marisa chilló al escucharme, echando la cabeza hacia atrás, y apretó aún más su coño alrededor de mí, como si quisiera exprimirlo todo. El nudo de placer estalló en mis entrañas y me corrí con fuerza, oleadas calientes llenándola mientras gemía con un rugido ronco. La sentí estremecerse conmigo, su cuerpo vibrando todavía en las réplicas de su orgasmo.
Mis embestidas se hicieron más lentas, más profundas, dejándola sentir cada espasmo de mi corrida dentro de ella. El semen empezó a escaparse, escurriéndose entre sus muslos mientras seguíamos unidos, jadeando, temblando, hasta que por fin me dejé caer sobre su espalda, exhausto.
El silencio posterior era solo sexo: respiraciones entrecortadas, sudor, el olor intenso de nuestros cuerpos mezclados.
Me dejé caer a su lado, todavía jadeando, con el corazón martilleando en el pecho. Marisa permanecía a cuatro patas unos segundos más, como si necesitara recomponerse, hasta que finalmente se dejó caer sobre la cama, exhausta, con el pelo pegado a la cara y el cuerpo aún tembloroso.
Se giró hacia mí lentamente, con una sonrisa entre incrédula y satisfecha. Tenía los ojos brillantes, húmedos, y las mejillas arreboladas.
—No recuerdo la última vez que me corrí así —susurró, casi con un hilo de voz.
La abracé, pegando su cuerpo al mío. Su piel estaba caliente, cubierta de una fina capa de sudor que olía a puro sexo. Nos quedamos así un rato, respirando juntos, mientras mi semen se escurría poco a poco entre sus muslos y manchaba las sábanas.
Ella me acarició el pecho con suavidad, dibujando círculos con las uñas.
—Eres un cabrón —dijo, sonriendo—. Un cabrón maravilloso.
Reí suavemente, besándola en la frente.
—¿Te arrepientes?
—Ni de coña —respondió de inmediato, mordiendo su labio inferior—. Esto tenía que pasar.
Nos quedamos tumbados hablando de la vida, de lo bonito que es el sexo y de lo absurdo que es vivir reprimiéndolo. Me sorprendió su naturalidad: hablaba de su cuerpo, de sus fantasías, de lo mucho que llevaba deseando sentirse así de viva otra vez. Yo la escuchaba fascinado, acariciando su muslo ancho, todavía húmedo de nosotros.
Finalmente, nos levantamos despacio, entre risas cómplices, buscando la ropa desperdigada por el cuarto. Nos vestimos sin prisas, regalándonos besos entre medias, como si no quisiéramos que acabara.
En la entrada de su casa, antes de abrirme la puerta, me sujetó del cuello y me besó de nuevo, largo, con la lengua todavía con sabor a vino y sexo.
—Tienes que volver —me dijo, casi como una orden.
—Lo estaba deseando escuchar —respondí, con una sonrisa.
Nos despedimos allí, y al salir a la calle la brisa fría me devolvió a la realidad. Caminé con el cuerpo aún vibrando, con el recuerdo fresco de Marisa desnuda, extasiada, gimiendo bajo mí. Y con la certeza de que esa no sería la última vez.